La ciudad sagrada para las tres religiones monoteístas vive desde hace semanas uno de sus mayores niveles de militarización desde la Segunda Intifada, en el año 2000. En la Ciudad Vieja, mientras turbas de turistas peregrinan al Santo Sepulcro –católico–, al Muro de las Lamentaciones –judío–, o a la mezquita Al Aqsa –el tercer lugar sagrado para los musulmanes–, las cargas policiales contra manifestantes palestinos se suceden casi a diario. Protestan por el aumento de las restricciones para los creyentes musulmanes para acceder a la mezquita desde finales de septiembre, cuando comenzaron las principales celebraciones judías, el Yom Kippur y el Sucot. La muerte de la bebé de tres meses Haya Zisso, fruto de un atropello cometido por un palestino contra un grupo de colonos judíos que esperaba en la parada del tranvía que atraviesa Jerusalén, ha terminado de sembrar la discordia en una ciudad en permanente tensión.
“Yo no soy especialmente religioso, pero si siguen jugando con Al Aqsa, seré el primero en defenderla con mi propia vida”, nos contaba hace un par de semanas un taxista palestino mientras avanzábamos por otro de los focos conflictivos que se ha agravado en los últimos meses: los enfrentamiento entre el Ejército y grupos de jóvenes que protestan en los barrios de Jerusalén Este contra la Ocupación, la llegada contínua de nuevos colonos, el asesinato de varios adolescentes palestinos en los últimos meses y, también, el cierre de Al Aqsa… Todo ello cuando el recuerdo de los más de 2.200 palestinos asesinados este verano en Gaza -la mayoría de ellos niños, niñas y civiles- y los más de 10.000 heridos, muchos de ellos mutilados y con secuelas permanentes, sigue muy vívido en la sociedad palestina. El reciente anuncio del primer ministro, Benjamín Netanyahu de construir 1.000 viviendas en la parte oriental de la ciudad así como nuevas infraestructuras en Cisjordania, podría empeorar la situación.
La Explanada de las Mezquitas, donde se encuentran Al Aqsa y la Cúpula de la Roca, desde donde supuestamente el profeta Mahoma ascendió a los cielos, es considerada también un enclave santo por judíos y cristianos. Según la literatura bíblica aquí se alzaba el Templo de Salomón, del que el Muro de las Lamentaciones sería el único vestigio en pie. Pese a décadas de investigaciones arqueológicas, los sucesivos gobiernos israelíes han sido incapaces aún de encontrar restos históricos que acrediten su existencia. Eso no ha frenado las aspiraciones de grupos de judíos radicales que, desde la ampliación de la Ocupación israelí a la Ciudad Vieja y la parte Este de Jerusalén que tuvo lugar tras la guerra de 1967, exigen la destrucción de la mezquita y la construcción de un templo hebreo en su lugar.
Mientras, el acceso a la mezquita se ha ido limitando a lo largo de los últimos años a los musulmanes varones mayores de 40 o 50 años -dependiendo de las fechas- y a las mujeres, a la vez que se ampliaban los horarios exclusivos para los judíos: de 7 a 11 de la mañana cinco días a la semana.
Sin embargo, durante estas semanas, los horarios se han visto todavía más reducidos y determinados aleatoriamente y sin previo aviso. De hecho, se ha llegado a impedir la entrada de los hombres y mujeres ancianos alegando razones de seguridad. Mientras, cientos de colonos llegados desde diferentes asentamientos de los Territorios Ocupados Palestinos, judíos estadounidenses, europeos o rusos que aprovechan estas fiestas para peregrinar a la Ciudad Santa, e israelíes en general, han realizado excursiones escoltados por el Ejército a la Explanada. A modo de protesta, cientos de palestinos han celebrado sus oraciones en las calles aledañas bajo la atenta mirada de decenas de soldados armados con gases lacrimógenos, pistolas de ruido y de pelotas de goma, así como francotiradores apostados en las azoteas de los edificios con el ojo permanentemente en la mirilla y el dedo en el gatillo. A menudo, como se puede ver en el vídeo, las oraciones y las increpaciones entre judíos y palestinos han acabado en cargas policiales después de que alguien tirara una piedra desde un edificio o, simplemente, las protestas se alargaran más de lo que estaban dispuestos a tolerar las Fuerzas Armadas. Una de las jóvenes manifestantes, tras ser golpeada sin justificación alguna, nos dice visiblemente conmocionada ante la cámara: “Pueden vivir en la luna, no tengo ningún problema con ellos. Pero que no nos roben nuestra tierra, nuestra mezquita. Ése es el problema. Ellos son unos terroristas. No he visto nada semejante a esta clase de gente. No tienen corazón”.
“¡Imagina que no puedes rezar en tu iglesia y que alguien de otra religión la toma y reza en ella! Es nuestro derecho”, nos dice Liwaa Abu Rmeileh, una periodista palestina que ha cubierto numerosas protestas. Vive en la Ciudad Vieja, donde los enfrentamientos se pueden alargar hasta bien entrada la noche sin que los cientos de turistas se conviertan en testigos incómodos, mientras que a los periodistas que intentamos acercarnos se nos prohíbe la entrada .
“La situación es terrible. No me dejan hacer fotografías para mostrar la verdad y me han pegado muchas veces, hasta el punto de romper mis pantalones con sus porras de metal. He pasado noches en el hospital por los gases lacrimógenos. Para ellos, cada periodista es un objetivo. Nos agreden, arrestan y destrozan nuestras cámaras”, nos explica Liwaa. Efectivamente, comprobamos cómo los soldados no suelen hacer distinción entre periodistas y activistas, salvo cuando quieren separarlos para no tener testigos de las cargas.
Pero la batalla que se libra por la mezquita Al Aqsa, donde la irrupción en el 2000 del entonces líder de la oposición Ariel Sharon con mil guardias armados terminó por detonar la Segunda Intifada, es sólo uno de los focos de este polvorín.
Esta semana, la Policía y el Ejército han terminado de tomar los barrios orientales de Isawiya, Silwan, A Tur y Bab al Amud después de que un joven palestino atropellara a ocho colonos que esperaban en la parada del tranvía que atraviesa Jerusalén. Un bebé de tres meses moría fruto del impacto.
En cualquier caso, los habitantes de estos barrios están habituados a vivir en una ciudad sitiada, militarizada y donde los cortes de tráfico y los controles policiales son cotidianos e injustificados, convirtiendo sus vida en una carrera de obstáculos. El mismo día 14 de octubre, mientras un grupo de judíos ultraortodoxos irrumpía en Al Aqsa, otro de colonos tomaba –con el apoyo del Ejército– 23 viviendas en el barrio árabe de Silwan, donde ya son 29 las habitadas por familias judías. Todo ello, mientras el gobierno hebreo deniega sistemáticamente a los palestinos de Jerusalén Este los permisos necesarios para realizar cualquier reforma en sus hogares, obligándoles a vivir en condiciones infrahumanas con el objetivo de que terminen abandonándolos y facilitando así la consecución del Plan 2020. Según éste, parte de estos barrios donde ahora viven hacinados 300.000 palestinos, terminarán ese año convertidos en una inmensa área recreativa llamada Parque Rey David. En el mismo territorio que la Autoridad Nacional Palestina reclama como la capital del Estado Palestino y que Netanyahu ha vuelto a reivindicar esta semana como parte de la ciudad “unificada (que) fue y seguirá siendo la capital eterna de Israel”, como ha reportado Efe.
En medio de este asedio, los jerosimilitanos palestinos sufren a diario batallas campales entre el Ejército israelí y grupos de menores que matan el hartazgo tirándoles piedras y que ,en muchos casos, terminan detenidos y trasladados a cárceles sin asistencia legal ni visitas de sus familiares durante meses, o condenados a arrestos domiciliarios que les impiden acudir al colegio.
Ese último caso es el de Omran Mansour, un niño que sufrió su primera detención a los 8 años, cuando fue arrestado en su casa a las tres de la mañana por decenas de militares. Fue sometido a un interrogatorio de siete horas mientras le chantajeaban con darle comida y chocolate a cambio de que delatara cuáles de esos pequeños que le mostraban en fotos, tiraban piedras. Le amedrentaban con el perjuicio que ocasionaría a su pobre familia la multa de 5 mil séqueles (unos mil euros) con la que castigan a los progenitores de los menores. De hecho, son las once de la mañana de un miércoles de octubre y en Silwan son numerosos los grupos de escolares desperdigados por las calles o reunidos en las casas. Muchos de ellos están bajo arresto domiciliario, otros evitan la puerta del colegio donde son habituales las redadas policiales para detener menores acusados de provocar disturbios. Sus familias no se pueden permitir pagar más multas, por lo que muchos tienen que abandonar los estudios en un entorno donde el umbral de pobreza asfixia a más del 65% por ciento de las familias árabes, mientras que sólo a un 30% de las judías, y donde el desempleo cuadruplica el 6% que aqueja a los hebreos.
Waed Ayyad es terapeuta ocupacional y, como a tantos otros críos, ha tratado a Omran para que superara los terrores nocturnos, la incontinencia urinaria y el miedo a la oscuridad que se le metió en el cuerpo con los tres arrestos que ha padecido ya a sus 12 años. Waed, a sus 27 años conoce los efectos de la ocupación en su propia carne. Hija y sobrina de presos palestinos, Waed define la vida de los palestinos como “una Nakba diaria” en referencia a la fecha de la creación del Estado israelí en 1948, conocida como “la catástrofe” en árabe. “La ocupación atraviesa nuestras vidas, lo abarca todo”. Incluida la vida de su hermano menor, de 15 años.
Hace cinco años, un colono le disparó en el pecho desde su ventana, a apenas unos pocos metros del chaval. Pasamos junto al edificio ocupado en pleno barrio de Silwan, donde sigue viviendo el presunto asesino sin que pese sobre él ninguna causa pendiente. La investigación fue archivada de inmediato. Las numerosas banderas estrelladas y la presencia de un pequeño batallón de guardias de seguridad privados, ostentosamente armados y sufragados por el Estado israelí, permiten identificar claramente las construcciones en las que se han ido instalando los más de 200.000 colonos judíos que habitan ya Jerusalén Este. Con ellos, prácticamente se ha cumplido la política de judeización que lleva décadas persiguiendo el Estado hebreo dirigida a revertir los porcentajes demográficos y alcanzar así el 70% judío y el 30% palestino. Se estima que la población hebrea representa ya el 68%.
Según el Comité Israelí contra las demoliciones de casas, desde 1967 han sido destruidas más de 27.000 estructuras palestinas en los Territorios Ocupados. De éstas, más de 2.000 viviendas fueron destruidas en Jerusalén Este y sólo entre el año 2000 y 2008, el 33,5%. A la vez, pese a que las infracciones cometidas por los palestinos sólo suponen el 20% del total, el 70% de las demoliciones afectan a sus propiedades. O dicho de otro modo: aunque los judíos representan el 68% del total de la población, sus propiedades sólo han sido afectadas en un 28%.
El olor fecal de las aguas con las que los camiones del Ejército suelen regar los barrios palestinos de Jerusalén Este persiste días después de que fueran vertidas. Los bidones de basura arden ante la inoperancia de una Alcaldía que cobra los impuestos por la recogida de los desechos como en cualquier otra parte de la ciudad, pero que castiga a los barrios árabes con el abandono de sus responsabilidades. Por ello, sus habitantes se ven obligados a quemarlos para evitar agravar la situación de insalubridad. De hecho, sólo la mitad de ellos cuentan con acceso a una red de agua potable. Los que trabajan o estudian en otras zonas de la ciudad, a menudo tienen que esperar para volver hasta pasada la medianoche cuando, con suerte, las cargas y redadas policiales han cesado. “He tenido que llevar a mi sobrino, un bebé de 17 meses, al hospital por insuficiencia respiratoria por los gases lacrimógenos. Suelen dispararlos junto a las casas, a veces incluso dentro”, nos contaba el 15 de octubre uno de los vecinos de Isawiya.
La escalada de la tensión comenzó a mediados de junio, cuando tres estudiantes colonos fueron secuestrados cerca de Hebrón y hallados muertos a principios de julio. El gobierno de Netanyahu responsabilizó desde el primer momento a Hamás de su muerte y lanzó un operativo que acabó con la detención de más de 500 palestinos de Cisjordania acusados de pertenecer al Movimiento de Resistencia Islamista. Mientras, grupos de judíos ultraortodoxos realizaban incursiones en los barrios árabes de Jerusalén para atacar a su población en venganza por la muerte de los colonos. Quemaron vivo –según la autopsia realizada por la Fiscalía palestina– a Mohamad Abdel Ghani Uweili, 16 años, y un par de días después, la policía israelí apaleó a su primo, un joven estadounidense que pasaba sus vacaciones en el barrio de su familia.
El verano terminó bañado en sangre con la masacre ejecutada contra la población, mayoritariamente civil, de Gaza en respuesta –a todas luces desproporcionada e ilegal– a los cohetes lanzados por Hamás contras las localidades cercanas israelíes. En Cisjordania, esta misma semana, dos niñas palestinas han sido atropelladas a la salida de la guardería por un colono que se dio a la fuga. Una de ellas, Enas Shawkat, fallecía ante el silencio de la comunidad internacional. Dos días después, un palestino embestía con su coche a ocho colonos judíos que esperaban en la parada del tranvía que atraviesa Jerusalén. Una bebé de tres meses moría fruto del impacto. El responsable fue abatido a tiros cuando intentaba huir a pie. Ese mismo día, un niño moría en Gaza al manipular un proyectil no explosionado lanzado por el Ejército israelí durante el ataque que arrasó la Franja este verano.
Mientras, la población palestina de Jerusalén Este se despierta un día más sometida a un Estado de sitio y guerra psicológica permanentes. La ocupación silenciosa, el conflicto olvidado del conflicto israelo-palestino.
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