Seis años después del inicio de una cruenta guerra civil en Siria, Moscú y Teherán planean la división del país en áreas de influencia que les permitirá satisfacer ambiciones económicas y militares, pero la clave es que siga El Asad
Tras seis años de cruentos combates que han devastado buena parte del país y fracturado a su sociedad, el conflicto sirio ha experimentado un brusco viraje a favor de Bachar el Asad gracias a la intervención militar rusa y al decisivo apoyo de Irán. La captura de Alepo ha marcado un punto de inflexión en la guerra y ha obligado a los grupos rebeldes a replegarse a sus feudos de Idlib en el norte y Deraa en el sur, donde ahora esperan la arremetida final del régimen y sus aliados.
Mientras un precario alto el fuego se mantiene sobre el terreno, la cuarta ronda de las negociaciones de Ginebra se ha cerrado con un acercamiento de posiciones entre el régimen y la heterogénea oposición en torno al plan de transición con el que se busca poner fin a la guerra. La propuesta se basa en las denominadas cuatro cestas del enviado Staffan de Mistura: la formación de un gobierno de coalición, la redacción de una nueva Constitución, la celebración de elecciones legislativas y presidenciales y la coordinación del combate contra el yihadismo. Podríamos pensar que no hay nada nuevo bajo el sol, dado que Ginebra I ya planteó cinco años atrás esta misma hoja de ruta basada en el establecimiento de un gobierno inclusivo, no sectario y con plenos poderes ejecutivos en el plazo de seis meses y la celebración de elecciones libres bajo supervisión de Naciones Unidas en dieciocho meses.
La principal novedad reside en el hecho de que Rusia y Estados Unidos están dispuestos a coordinarse en el complejo dossier sirio. Desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca se aprecia un nuevo clima de entendimiento que se ha traducido en una mayor coordinación sobre los próximos pasos a dar sobre el terreno. Mientras Rusia ha obtenido luz verde para abrir un nuevo canal negociador en la capital kazaja Astaná, donde llegó a presentar un borrador de la nueva Constitución siria, Estados Unidos parece inclinada a aceptar una pax rusa, siempre que ésta detenga la guerra, traiga cierta estabilidad a la región y acabe con la pesadilla del Estado Islámico (ISIS en sus siglas inglesas). Sólo así se entiende la reciente reunión de los jefes de Estado Mayor ruso, americano y turco y el envío de un nuevo contingente estadounidense para preparar la ofensiva sobre Raqqa.
El principal beneficiado de esta incipiente cooperación podría ser Bachar el Asad. La posibilidad de que pueda mantenerse en el poder es cada día mayor, ya que Trump y Putin han establecido como prioridad el combate contra las formaciones yihadistas, lo que implica una aceptación implícita de la narrativa del régimen en torno a que nunca hubo una revolución popular en demanda de libertades sino una insurrección armada capitaneada por los grupos islamistas. En una reciente entrevista a Google News, El Asad incluso llegó a justificar el decreto presidencial de Trump que veta la entrada de sirios en territorio norteamericano aludiendo a la presencia de terroristas entre los refugiados. En la citada entrevista, El Asad también señaló que las tropas norteamericanas enviadas para combatir el terrorismo serían bienvenidas en Siria, lo que no sólo es un guiño hacia el nuevo inquilino de la Casa Blanca sino una clara señal de hasta dónde está dispuesto a llegar para conservar la presidencia.
Es del todo improbable que Rusia e Irán vayan a ofrecer la cabeza de El Asad en bandeja de plata
Es del todo improbable que, a estas alturas, Rusia e Irán vayan a ofrecer la cabeza de El Asad en bandeja de plata por muchas que sean las contraprestaciones que reciban a cambio, sobre todo si tenemos en cuenta que ambos países ya dan por ganada la guerra y están inmersos en una carrera para repartirse el botín. No es ningún secreto que Moscú y Teherán pretenden dividir el territorio sirio en zonas de influencia para garantizar que sus intereses sean preservados. De esta manera obtendrían la tan merecida recompensa a sus denodados esfuerzos para impedir la caída de El Asad.
El pasado mes de enero, Rusia firmó un convenio con el gobierno sirio por el cual se garantizaba el control de la base naval en Tartus, la única de la que dispone su flota en el mar Mediterráneo, durante los próximos 49 años. También ha aprovechado la situación para construir la base aérea de Hamaimim en Latakia. Además, ha conseguido que los militares rusos desplegados en el país dispongan de privilegios similares a los que tuvieron los efectivos americanos en Irak, como una plena inmunidad ante la jurisdicción civil local. Debe recordarse que en diciembre de 2013 la compañía rusa Soyuzneftegaz firmó un jugoso contrato de 25 años de duración para explotar las reservas petroleras y gasísticas detectadas en la costa siria, que según diferentes sondeos podría albergar una de las mayores bolsas de gas del mundo.
La posibilidad de que el presidente sirio pueda mantenerse en el poder es cada día mayor
Irán, por su parte, confía en obtener también una parte del pastel acorde al apoyo prestado, que no sólo se limita al envío de un ejército de 65.000 combatientes chiíes iraníes, libaneses, iraquíes, paquistaníes y afganos (y, por lo tanto, mayor del movilizado por el propio ISIS), sino también 6.600 millones de dólares en créditos, la mitad de ellos destinados a costear la compra de crudo. Entre los contratos firmados hasta el momento está una nueva línea de telefonía móvil otorgada a una compañía iraní ligada a la Guardia Revolucionaria, que destinará una parte de sus beneficios a un fondo de ayuda a los miles de combatientes chiíes que han perdido la vida en la guerra. Asimismo, Irán pretende explotar las ricas minas de fosfatos situadas en las proximidades de Palmira durante un periodo de 99 años y establecer un puerto en el Mediterráneo, probablemente en Banias, desde el cual exportar el petróleo iraní a través de un oleoducto de 1.500 kilómetros que atravesaría Irak y Siria, cuyos regímenes se encuentran bajo tutela iraní. La eventual construcción de dicho oleoducto representaría un golpe sin precedentes para Arabia Saudí, su principal rival regional, ya que afianzaría el arco chií que va desde Teherán a Beirut y permitiría a Irán exportar su petróleo a la Unión Europea en condiciones sumamente ventajosas. En el aire quedan los sustanciosos contratos para la reconstrucción del país, que también aspiran obtener importantes compañías de infraestructuras iraníes.
La creación de estas zonas de influencia y la consiguiente repartición del botín sirio entre Rusia e Irán está directamente ligada al mantenimiento de Bashar El Asad en el poder. De ahí que las negociaciones de Astaná parezcan más orientadas a integrar a la oposición en este nuevo esquema que a provocar un eventual cambio político, algo que pondría en peligro los intereses que ahora están en juego.
Ignacio Álvarez-Ossorio es coordinador de Oriente Medio y Magreb en la Fundación Alternativas y autor de Siria. Revolución, sectarismo y yihad.