Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid
A estas alturas, está claro que la barbarie de la guerra siria no tiene límites. Unos no quieren ponérselos, otros quizá no pueden. En las conversaciones de Ginebra II ha quedado de manifiesto que ni Rusia ni Estados Unidos lo van a hacer y que las potencias regionales (Arabia Saudí, Irán, Catar, Emiratos Árabes Unidos) siguen, con idéntica lógica, su propia agenda. En cuanto a que la solución venga del interior, si es que tal interior existe, resulta hoy por hoy tan quimérico como deseable. Al mundo parece que solo le queda contemplar el desastre y seguir degradándose. En un artículo reciente, ante la frialdad con que asistimos al horror que se acumula en Siria, Stephen Hawking se preguntaba qué ha sido de nuestra inteligencia emocional, de nuestro sentido de la justicia colectiva: «Hoy sabemos que Aristóteles estaba equivocado: el universo no ha existido desde siempre. Empezó hace unos 14.000 años. Pero estaba en lo cierto en que los grandes desastres suponen enormes pasos atrás en la civilización. La guerra en Siria puede que no signifique el fin de la humanidad, pero cada injusticia cometida es un arañazo en la fachada que nos mantiene unidos. El principio universal de la justicia puede que no se fundamente en la física, pero no es menos básico para nuestra existencia. Sin él, y más pronto que tarde, el ser humano seguramente dejará de existir». En Siria se han sucedido horrores de todo tipo que justifican por sí solos una reflexión como ésta. El último, y uno de los más llamativos por sus reminiscencias históricas, ha sido el del asedio de Yarmuk, un campamento donde residía la comunidad palestina más numerosa de Siria.
Progresando: por primera vez los palestinos se mueren de hambre
Nunca antes, desde que en 1949 se creó la UNRWA (la Agencia de Naciones Unidas para la Asistencia a los Refugiados palestinos), los refugiados palestinos habían muerto de inanición. A finales de febrero habían fallecido ya 128, según los datos facilitados por Amnistía Internacional, que también ha denunciado que el sitio con que Al Asad castiga a la población es responsable de que el 60% de las 20.000 personas atrapadas en Yarmuk sufra malnutrición (otro dato criminal: el kilo de arroz ha llegado a costar 75 €). Es una estrategia de exterminio deliberada, que se prolonga desde el verano pasado. Hasta entonces vivían en el campamento 180.000 personas, la mayoría pertenecientes a una clase media palestina (médicos, profesores, abogados, ingenieros) más algunos sirios de clase algo inferior, como pequeños funcionarios y obreros cualificados. Además, desde el comienzo de la guerra y hasta finales de 2012, Yarmuk había acogido a los sirios de Damasco y alrededores que huían de las zonas de combate. Era un lugar relativamente neutral, que no hacía presagiar la catástrofe.
En diciembre de 2012 el delicado equilibrio de Yarmuk estalló. Primero se reprodujo entre los palestinos el enfrentamiento armado de la guerra civil siria: de un lado, los izquierdistas del Frente Popular para la Liberación de Palestina-Comando General, partidarios del régimen sirio; de otro, los islamistas de Liwá al-Asifa, partidarios del Ejército Libre Sirio. A ellos se sumaron enseguida las contrapartes exteriores. En julio de 2013 las tropas de Al Asad cerraron el cerco e impidieron la entrada de personas y mercancías al campamento. El suministro eléctrico fue cortado tres meses después. De nada sirvió que en diciembre pasado la oposición al régimen anunciara que todos los grupos armados (desde el qaedista Frente al-Nusra a sus rivales yihadistas del Estado Islámico de Irak y Siria y las diferentes facciones del Ejército Libre Sirio) habían abandonado el campamento. Como con el uso de armas químicas, Al Asad ha pretendido demostrar en el cerco y asedio de Yarmuk hasta dónde llegan sus capacidades. Al igual que en otras poblaciones sirias controladas por los insurgentes, el arma preferida del dictador están siendo las baratas bombas de barril lanzadas desde helicópteros.
La historia de Yarmuk es singular. Oficialmente, no se trata de un campamento de refugiados palestinos, sino de un distrito de Damasco a 8 Km. del centro. Sin embargo la señalización de carreteras indica “Campamento de Yarmuk”. Se creó en 1957 para asentar a los refugiados que se habían ido quedando de manera irregular junto a Damasco a raíz de la Nakba, la limpieza étnica de Palestina que acompañó a la fundación del Estado de Israel. Su urbanización responde a la de un campamento de refugiados (una cuadrícula cerrada con calles de apenas dos metros de ancho y casas unimodulares de 30 m2) pero con ciertas mejoras en las condiciones de habitabilidad: tiene dos calles principales con comercios y servicios, la edificación es de hormigón y las casas pueden ampliarse con pisos superiores. Su nombre, el de una célebre batalla en que los árabes derrotaron a los bizantinos, es muy de los años 50, marcados por el auge del panarabismo y el movimiento de los No Alineados, que invitaban al optimismo retórico.
Si bien la UNRWA no incluye a Yarmuk en su red oficial de 58 campos de refugiados, mantiene allí escuelas, hospitales y servicios sociales, además de coordinar la cooperación internacional (por ejemplo, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo financió en 2009 un centro pionero en el tratamiento de la talasemia). Este ser y no ser ha servido de excusa a Al Asad para impedir que la UNRWA preste la imprescindible ayuda de emergencia a los refugiados. Las dantescas imágenes del hacinamiento de los habitantes del campo incendiaron las redes sociales hace unas semanas. Hasta se ha llegado a comparar la foto de la multitud que aguarda el reparto de alimentos con la célebre foto de la niña vietnamita que huye desnuda del napalm.
Pero nada ha mejorado, más bien al contrario: los pocos convoyes que consiguen llegar a las puertas del campamento tienen que distribuir malamente la ayuda por un estrecho corredor, abierto entre cascotes al comienzo de la calle principal. De lo que no es consciente el observador bienintencionado es de que las propias instalaciones de la UNRWA, en perfecto estado, se hallan unas manzanas más allá. O que mientras la muchedumbre silenciosa espera la ayuda que se reparte con cuentagotas (el 21 de marzo, por ejemplo, se entregaron 197 paquetes para 18.000 asediados) el campamento es bombardeado.
Refugiados, palestinos de segunda
Como parias sin Estado que son, una vez más los palestinos están pagando caro un conflicto que no es exactamente suyo. Unos 235.000, la mitad de los que residían en Siria, han tenido que abandonar sus casas y se han visto desplazados (la población siria en esta misma situación es “sólo” una cuarta parte del total). El Gobierno sirio les ha retirado los pasaportes o permisos de viaje, de modo que muchos de los 60.000 que han abandonado Siria lo han hecho de forma irregular. En Egipto las autoridades golpistas les persiguen y detienen acusándoles de terrorismo y vínculos con Hamás. En Jordania se les separa de los refugiados sirios en los nuevos campamentos y se les impide acceder a las ciudades. En la frontera de Ceuta, sí, en España, se les niega el acceso a Europa y con ello la posibilidad del derecho de asilo. Cuántos han muerto en el Mediterráneo o cuántos andan deambulando por Turquía, Grecia, Libia o Argelia nunca se sabrá. Y tampoco reconforta demasiado el celebrado asilo abierto de los países nórdicos, a su manera selectivo: los refugiados sirios o palestinos que logran cruzar media Europa para llegar al Norte poseen un alto nivel educativo. ¿Qué ocurriría de no ser así?
La guerra en Siria ha venido a recordar al mundo, y a los propios palestinos, la palestinidad de segunda de los refugiados. Cuesta decir algo tan rotundo. Los refugiados palestinos, 5.2 millones según la UNRWA (es decir, la mitad de todos los palestinos), han sido los grandes marginados de los ya casi 25 años de negociaciones israelo-palestinas. El derecho de los refugiados a retornar a sus casas y tierras y obtener una reparación por los 65 años de desposesión, un derecho reconocido internacionalmente, ha sido siempre la primera moneda de cambio del actual equipo negociador, encabezado por Saeb Erakat, quien sigue ahí a pesar de la dimisión en bloque de sus colaboradores el otoño pasado. Para desgracia de las instancias oficiales palestinas, Yarmuk ha vuelto a poner nombre y rostro a la tragedia de los refugiados, ya casi olvidada tras las masacres de Sabra y Chatila (1982). En los Territorios Ocupados, en Israel y en la diáspora, la sociedad palestina se ha organizado para recaudar fondos y poner en contacto a las familias dispersadas por la guerra siria. La movilización y la solidaridad populares, no los políticos palestinos, han sido esta vez los protagonistas. No deja de ser significativo que en este tiempo marcado por las nuevas tecnologías de la información haya sido la radio en su onda media, como en 1949, el instrumento de comunicación interpalestina.[1] Demasiadas cosas en la tragedia de Yarmuk remiten a la Nakba.
El BDS y la Tercera Intifada
Hay quien vaticina que la Tercera Intifada está en marcha, y que Yarmuk, o lo que ocurra en cualquier otro campamento, puede ser la chispa. Los que se preocupan diariamente por los intereses de Israel, como el columnista de The New York Times Thomas L. Friedman, señalan más bien al movimiento internacional de Boicot, Desinversión y Sanciones contra Israel (BDS). Desprecian el protagonismo civil palestino y responsabilizan a la Unión Europea. Pretenden así desactivar la incipiente exigencia de la UE de que Israel cumpla con la legalidad internacional si quiere mantener su condición de socio preferente.[2] Saben que cuando Europa deje de tener mala conciencia Israel perderá la impunidad. Y la mala conciencia empezó a resquebrajarse con la Operación Plomo Fundido contra Gaza (2008-2009), que supuso un punto de inflexión en la percepción de las políticas de Israel en todo el mundo.
Pero por mucho que se intente desviar la atención, la Tercera Intifada, como todas, será hija de la sociedad civil palestina. Fue ella la que en 2005 lanzó el llamamiento al BDS, que empieza a recoger importantes apoyos internacionales. Lo que determina el momento actual y el futuro de la causa palestina es que tras dos décadas de “proceso de paz” los palestinos ya nada esperan de la Autoridad Nacional. Por el contrario, han renovado su confianza en la política “desde abajo”. La campaña BDS supo anticiparse a esto proponiendo desde sus inicios una nueva estrategia de resistencia y lucha contra la ocupación, el apartheid y la desposesión a que Israel somete sistemáticamente a los palestinos. A semejanza de lo que ocurrió con el boicot al régimen de apartheid en Sudáfrica, el BDS involucra a todos los palestinos y, además, implica a los ciudadanos concienciados de todo el mundo. Unos y otros se convierten en protagonistas políticos allí donde sus Gobiernos han hecho dejación de sus obligaciones jurídicas internacionales.
La fuerza de la Tercera Intifada, augura Richard Falk, relator de la ONU sobre Derechos Humanos en Palestina,[3] será la del “poder blando”: una contienda pacífica, horizontal y transversal basada en la superioridad legal y moral del derecho palestino a la autodeterminación, reforzada por la creciente adhesión de la opinión pública internacional.
Notas
[1] Este protagonismo de la radio en los años cincuenta está muy bien tratado en la literatura; por ejemplo en La Cueva del Sol, de Elias Khoury (trad. de Jaume Ferrer, Madrid, Alfaguara, 2009) y en El bien de los ausentes, de Elias Sanbar (trad. de Jorge Gimeno, Valencia, Pre-Textos, 2013).
[2] Una de las últimas iniciativas es la carta que 29 europarlamentarios han dirigido a Catherine Ashton solicitando que se boicoteen los negocios con las colonias israelíes: http://www.bdsfrance.org/index.php?option=com_content&view=article&id=3108%253.
[3] Richard Falk: “Derecho internacional, apartheid y respuestas israelíes al BDS”, en Luz Gómez (ed.): BDS por Palestina. El boicot a la ocupación y el apartheid israelíes, Madrid, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2014, pp. 57-74.
Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid. Es autora, entre otras obras, de Diccionario de islam e islamismo (Madrid, Espasa, 2009). Recientemente ha editado el volumen colectivo BDS por Palestina. El boicot a la ocupación y el apartheid israelíes (Madrid, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2014).
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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