E
l primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, expulsó ayer de la coalición gobernante a los ministros de Finanzas, Yair Lapid (de la formación Yesh Atid), y de Justicia, Tzipi Livni (del partido Hatnua), y pidió la disolución del parlamento y una convocatoria a elecciones anticipadas, a raíz de los disensos provocados en el gabinete por la impugnada ley del
Estado nación judío, en curso de aprobación.
Cabe recordar que, en ausencia de una constitución propiamente dicha –cuya redacción ha sido evitada por el régimen de Tel Aviv desde 1948, a fin de eludir una definición territorial del país y dar margen, de esa manera, a una expansión a expensas de las naciones árabes que lo rodean–, Israel se rige por una
ley básica, que Netanyahu y sus aliados de ultraderecha pretenden modificar para definirlo como un
Estado nación judío, lo que negaría derechos fundamentales a la cuarta parte de la población, que no es judía, especialmente al millón y medio de palestinos que –por no poder escapar o por decisión propia– permanecieron en sus tierras ancestrales luego de la fundación del Estado israelí en aquel año y del inicio de la política de limpieza étnica promovida desde entonces por los sucesivos gobiernos de Tel Aviv.
La reforma legal promovida por Netanyahu, que eliminaría el árabe como segunda lengua oficial, choca frontalmente con la idea –promovida por Israel también desde su establecimiento en el antiguo protectorado de Palestina– de una nación democrática, igualitaria y respetuosa de los derechos humanos, y la confirmaría, en cambio, como una entidad confesional, sin diferencia sustancial en este punto con la República Islámica de Irán, y como un Estado segregacionista, como lo fue Sudáfrica hasta 1992.
Aunque en la práctica Israel tiene claros rasgos de teocracia y de régimen de apartheid, la consagración de ellos en el documento legal básico del país sería un acto impresentable que ha ruborizado incluso a los aliados tradicionales de Tel Aviv, empezando por Estados Unidos y la Unión Europea, y ha generado severas críticas entre los sectores democráticos y progresistas del propio Israel. Tales críticas fueron retomadas por los ministros Lapid y Livni, a raíz de lo cual Netanyahu los acusó de
dar un golpe de Estado.
En el fondo, la crisis política desatada por el empeño del primer ministro en definir legalmente a Israel como Estado excluyente refleja una crisis moral más profunda, vinculada a la condición de Tel Aviv como potencia ocupante y depredadora de la nación palestina. A la larga, la reiterada negativa de la clase política israelí a aceptar la conformación de un Estado palestino en Gaza, Cisjordania y la Jerusalén oriental –como lo mandan las resoluciones 242 y 338 de la Organización de Naciones Unidas– y de construir un estatuto de convivencia pacífica entre judíos y palestinos ha terminado por exhibir un conflicto de identidad nacional ineludible: o Israel se asume como una democracia moderna, igualitaria y sujeta a un estatuto constitucional, o se decanta por asumir la condición de mero aparato de expansión, opresión y supresión del pueblo palestino.
Cabe esperar, por el bien de ambos pueblos y de la paz regional y mundial, que tal iniciativa no prospere y que en los comicios legislativos que habrán de celebrarse en unos meses la sociedad israelí sea capaz de hacer a un lado pertenencias étnicas y culturales y credos religiosos y de votar por quienes se comprometan con los principios democráticos, la paz y la inclusión social y política.