Una única dirección une a 70 familias palestinas en una encrucijada con la justicia israelí, que ha impuesto una orden de demolición sobre todos sus hogares
Abdallah Assaf, de 31 años, enseña los escombros de los que había sido su casa antes que los bulldozers israelís la derribaran. Marta Balaguer
Abdallah Assaf mira de reojo los escombros de lo que hace unas semanas había sido su hogar mientras cuenta que ahora vuelve a vivir con su familia al completo en casa de unos parientes. Tiene 31 años y nació en Dahmash, un pueblo palestino ubicado en Israel, a 15 minutos de Tel Aviv, sobre el que pesa una orden de demolición por parte de la justicia israelí. Los ciudadanos conviven con la desazón de saber que cualquier día las excavadoras y los soldados volverán a irrumpir por la calle principal con una orden en la mano que justificará —o no— cualquiera de las acciones que cometan. “Escuchamos los bulldozers de fondo y hacia las cuatro de la madrugada los soldados volvieron a entrar en nuestra casa mientras dormíamos”, recuerda Abdallah. El pasado agosto fue la segunda vez en un año que este joven palestino vio como se derrumban las cuatro paredes de su hogar, la misma noche que otras dos familias vecinas también perdían la casa. “En abril nos la derrumbaron por primera vez y la volvimos a construir, pero esta última vez ha sido diferente, 20 policías entraron a la fuerza y nos sacaron de madrugada, a mí, a mi mujer y a mis dos hijos —la grande de tres años y el pequeño de uno—”, cuenta con la voz rota. “Mirábamos desde la calle mientras destruían nuestra casa y disparaban a los perros por pura diversión”.
La mujer de Abdallah es sorda y por la noche se quita el audífono que lleva durante el día. Los policías no le dejaron entrar a cogerlo antes del derribo. Como siempre se ha procedido en Dahmash, cuando a alguien le derriban la vivienda, le multan o bien pierde sus pertenencias, hacen una colecta y lo pagan entre todos. Algunos de los que escuchan la conversación con el joven cuentan que reconstruir cada casa cuesta una media de 200.000 shekels, lo que serían unos 45.000 euros. Esta vez no fue diferente, y el audífono, valorado en 10.000 euros, también lo subvencionaron todos los vecinos.
La historia de este pueblo es inverosímil. Las 70 casas que lo conforman fueron construidas en un terreno de 600 hectáreas que Israel cedió a pleno derecho en los años cincuenta para compensar las tierras perdidas durante la precedente guerra árabe-israelí. No obstante, fueron registradas como suelo agrícola y no como residencial. “Hoy por hoy hay 16 sentencias de derribo con la única justificación que Israel nunca ha dado permiso para construir nada en este terreno”, explica Rami Younis, activista y asesor parlamentario en la Knesset.
A finales de diciembre, el tribunal israelí de Lod aceptó una apelación para impedir las demoliciones inminentes advertidas ya a los ciudadanos. Aún así, el juzgado de instrucción de Ramla había emitido previamente una sentencia en la que se negaba a congelar la orden de demolición, hasta que el Tribunal Supremo de Israel no se pronunciara al respecto. Para tratar este tema de forma pública, los parlamentarios árabes han llevado a la Knesset la problemática de este y de muchos otros pueblos de beduinos que se encuentran en la misma situación, con el objetivo que se eleve a la corte judicial, la cual a día de hoy es la única esperanza que mantiene vivos a los vecinos.
Ciudadanos de segunda
Excepto tres, todas las construcciones de Dahmash son ilegales. 16 de ellas se arriesgan a ser derribadas de forma inminente y sin apelación alguna. El hecho de ser un pueblo no reconocido los convierte en ciudadanos de segunda si no se registran en una vivienda “legal”; es por eso que todo el pueblo está inscrito en la misma dirección. De acuerdo con los registros oficiales de Israel, los más de 600 habitantes de Dahmash viven en el número 4 de la calle Hashmonaim en Ramla, una ubicación cercana que permite a los habitantes tener acceso a los servicios más básicos. Y es que, el estatus de Dahmash impide a los ciudadanos tener acceso a servicios tan necesarios como escuelas, hospitales, carreteras o sistema de evacuación de aguas residuales dentro del mismo municipio. Tampoco tienen permitidas las áreas verdes ni los parques infantiles. En 2006 una organización no gubernamental europea construyó un parque infantil en las afueras con poco más que dos columpios y un tobogán, pero poco después fue declarado ilegal y en consecuencia derribado.
La falta de servicios, como los sistemas de drenaje y el alcantarillado, provoca persistentes inundaciones en las calles no pavimentadas de Dahmash durante todo el año, a pesar de las peticiones de los residentes en el Consejo Regional del Valle de Lod, el gobierno local con jurisdicción sobre el poblado. La institución también ha declinado dar más información al respecto para este reportaje. La entrada principal es la única calle reconocida —camino de Ramla—, desde donde los residentes pueden recibir algunos servicios como la recogida en autobús de los 200 niños del pueblo para ir a la escuela. En esta línea, los habitantes denuncian de forma constante que cuando llueve los niños tienen que caminar con el agua hasta las rodillas para llegar al transporte escolar. “Vivimos aquí sin condiciones, pero al fin y al cabo es nuestra casa y por eso persistimos”, argumenta Arafat Ismail, portavoz y representante legal del pueblo.
Terreno estratégico para el turismo
En 2014 se inició un proceso legal para que Dahmash fuera reconocido por el Estado de Israel, mediante el Ministerio de Construcción y Vivienda, el cual hasta el momento tampoco se ha dispuesto a dar su versión de los hechos. “Queremos pagar los impuestos como ciudadanos israelíes que somos y como pasaporte que tenemos, pero ellos no quieren”, se enfada Arafat. Israel ha rechazado hasta ahora todas las ofertas propuestas por los habitantes de Dahmash: “Solo aceptan mi dinero y el de dos casas más porque son las únicas construidas antes de los años cincuenta y, por tanto, las más viejas”, concreta el líder vecinal.
Una de las razones por la que los ciudadanos creen que los quieren echar es por la posición del todo estratégica del terreno: a cinco minutos del aeropuerto de Ben Gurion y a quince del centro de Tel Aviv, la capital de la fiesta y el turismo. “Es una zona muy valiosa económicamente. ¿Sabes la cantidad de hoteles o pisos que podrían construir aquí?”, se cuestiona el portavoz de Dahmash.
Como ya pasó en agosto con la casa de Abdallah y la de otras dos familias más, 16 nuevos hogares pueden volver a sufrir la misma suerte que el de este joven palestino. “Vendrán cuando ellos quieran y a la hora que quieran, sin previo aviso”, reitera una y otra Arafat Ismail mientras muestra horrorizado con el móvil las imágenes grabadas de los bulldozers derribando los tres edificios al mismo tiempo. “Para mí sería más fácil conseguir un permiso y construir una casa fuera de aquí, que no ayudar a mis vecinos a reconstruir la suya cada vez que la derriban", dice Arafat irrumpiendo en la conversación. Pero, como todos los habitantes de Dahmash, el sentimiento de pertenencia y la rabia pueden más que las expectativas de una vida mejor fuera del pueblo y con una de las condiciones más preciadas del ser humano, la identidad.
Fuente: Rpsa Sariñen, El País
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