UN AÑO DEL INICIO DE LA
REVUELTA EN SIRIA
Publicado
en Gara el 17 de Marzo de 2012
Seis
actores intentan hacer prevalecer sus intereses en Siria, donde amigos y
enemigos, izquierda y derecha, rechazan una intervención mientras desean el
fracaso de la revolución de un pueblo «irresponsable» que pide democracia y
justicia social y que podría hacer saltar por los aires el orden regional.
Santiago ALBA RICO Filósofo
Cuando se cumple un año desde las primeras protestas
en Deraa, puede decirse, con el escritor libanés Jalil Issa, que «todo el
planeta está contra la revolución siria». Para comprender la situación, basta
quizás con describir a los actores en orden de aparición en escena:
1. Una dictadura feroz transmitida por vía sanguínea
que durante 42 años ha reprimido, encarcelado y torturado a su pueblo y que en
la última década, además, lo ha empobrecido mediante políticas liberalizadoras
que han puesto el 50% del PIB en manos del 5% de la población. Su alianza con
Irán y Hizbulah y su beligerante retórica antiisraelí no deben hacer olvidar la
ausencia de tensiones en la frontera con Israel ni la renuncia siria a reclamar
los Altos del Golán; tampoco las declaraciones de Rami Majluf, el primo
millonario de Al-Assad, el pasado mes de mayo a «The New York Times»: «no habrá
estabilidad en Israel si no se logra la estabilidad en Siria». Durante meses,
las manifestaciones han exhibido pancartas recordando el entreguismo del
régimen: «Dispara contra Israel, no contra tu pueblo».
2. Un pueblo -o una buena parte de él- que pidió
primero justicia, luego reformas, luego la caída del régimen y ha recibido
siempre disparos, torturas y prisión como respuesta. Autoorganizado en las
llamadas Coordinadoras Locales (tansiqat), durante meses reivindicó el carácter
pacífico de las protestas, la unidad de la nación por encima de los sectarismos
y el rechazo de toda intervención extranjera. Hoy miles de sirios siguen
saliendo a la calle desarmados a protestar, pero la brutalidad del régimen y la
respuesta militar del Ejército Libre de Siria (ELS) han cambiado la situación.
Mientras la división sectaria extiende su sombra sobre el país, muchas de estas
coordinadoras ciudadanas piden abiertamente una intervención exterior.
3. Una oposición dividida y que cada día se divide
más, dominada por el Consejo Nacional Sirio, ya roto en pedazos y que solo
Libia ha reconocido como «legítimo representante del pueblo sirio». Controlado
desde el exilio por los Hermanos Musulmanes, la apuesta cada vez más impudorosa
del CNS por la intervención militar destruye toda posibilidad de entendimiento
con la Coordinadora Nacional en Defensa de la Democracia, el otro gran grupo
opositor, liderado por Haythem Manaa y del que forman parte organizaciones y
partidos marxistas y de izquierdas. Esta división hace que las tansiqat del
interior confíen cada vez más en el ELS y menos en las organizaciones
políticas.
4. Una serie de potencias globales y subpotencias
regionales, siempre presentes en la zona, a las que la revolución siria ha
obligado a modificar sus procedimientos de intervención. Están Qatar y Arabia
Saudí, al mismo tiempo reñidos entre sí, que quieren a toda costa la
intervención militar y tratan de imponerla a través del reaccionario Consejo de
Cooperación del Golfo y de la inútil Liga Árabe.
Están EEUU y la UE, que no quieren la intervención y
se resisten incluso a armar de manera pública a los rebeldes, pero que minan
desde dentro el régimen -con la más que probable presencia de consejeros militares
e instructores de la OTAN- mientras apuestan ya claramente por una «solución
política», aliviados de la respuesta rusa y china en la ONU (que les ha
permitido no hacer lo que no querían hacer y además desprestigiar a dos
potencias rivales).
Está Turquía, que abandonó en abril su firme alianza
con el Gobierno sirio para pasar a apoyar un «cambio de régimen» que se ajuste,
en el marco de la llamada Primavera Árabe, a su nueva política exterior
neootomana.
Está Israel, aterrorizado frente a la inestabilidad
creciente y que satisface su deseo frustrado de atacar Irán bombardeando Gaza,
forma contundente, pero menor, de recordar su existencia.
Pero están también China y Rusia, quienes sostienen al
régimen de Al-Assad en defensa, no de la paz y la soberanía nacional, sino de
sus propios intereses. Rusia arma al poderoso Ejército sirio y protege su única
base naval del mediterráneo en Tartus, lo que le lleva a ser tan selectivo e
hipócrita en su discurso como lo son EEUU y la UE: «Siria y Yemen son completamente
distintos y los intereses de Rusia en Yemen también», justificó un diplomático
ruso las decisiones casi contemporáneas de apoyar la resolución del Consejo de
Seguridad de la ONU sobre Yemen y de vetar, en cambio, la relativa a Siria.
Y están finalmente Hizbulah e Irán, que no se limitan
a prolongar la propaganda del régimen sobre la «conspiración exterior»; más
allá del incuestionable asesoramiento directo, es también probable -como
denuncia la web de la resistencia iraquí o el líder opositor sunní Ahmed
Alwani- que Irán esté mandando a Siria milicias del aliado Ejército del Mehdi
para apoyar militarmente la represión.
5. El ELS, constituido el pasado mes de noviembre a
partir de desertores del Ejército sirio y todavía mal armado, pero cuya
existencia misma marca un punto de no retorno en la evolución del conflicto.
Nadie puede poner en duda el derecho a la autodefensa armada del pueblo sirio,
pero la militarización de la revolución, como recuerda bien el opositor Michel
Kilo, da razón a la propaganda de la dictadura, justifica el aumento de la
represión y, sobre todo, desciviliza las protestas, que se convierten en el
instrumento y no en el centro de la revolución. Junto al ELS, otros grupos
armados, islamistas o seudoislamistas, estarían también operativos sobre el
terreno, alimentando los resentimientos sectarios (suníes contra alauíes) y
tiñendo los enfrentamientos de la ferocidad criminal propia de las luchas
fratricidas.
6. Desde el principio y desde hace ya un año, unos
medios de comunicación occidentales que han manipulado y tuneado la verdad (la
dictadura y las protestas populares) para justificar o inducir una intervención
militar; y unos medios de comunicación internos -la agencia SANA o la
televisión Dunia- cuya propaganda infame ha sido clonada acríticamente por
muchos de los medios llamados alternativos. Entre unos y otros, la sensatez ha
encontrado un hueco muy pequeño, más bien en periódicos árabes (como «Al-Ajbar»
o «Al-Quds»), donde el reconocimiento de la legitimidad de las luchas populares
no ha impedido un verdadero debate sobre el papel de la oposición, los peligros
de la militarización y la amenaza de la intervención imperialista.
Cuando se cumple un año del comienzo de la revolución
siria, podemos decir que la revuelta original ha sido completamente rebasada
por los demonios geoestratégicos que ha desencadenado. Como demuestran tanto
las últimas declaraciones de Juppé o de Clinton como la posición de Rusia y
China, o la misión de Kofi Annan y la reunión en Túnez de los llamados Amigos de
Siria, si algunos buscan una voladura controlada del régimen nadie quiere una
intervención y mucho menos que triunfe una revolución.
Todos están de acuerdo en que lo más conveniente es
presionar a las partes para que negocien una transición consensuada que
neutralice al mismo tiempo las amenazas del islamismo radical y las amenazas de
la democracia verdadera. Todos están de acuerdo en que es mejor que mueran
cinco, diez, quince mil personas antes que abrir la caja de los truenos. O como
explica con amargura Yasin Al-Hajj Saleh, escritor marxista encarcelado durante
años en las prisiones del régimen, la dictadura construyó durante cuatro
décadas una especie de «sociedad-bomba» que no se puede «revolucionar» en favor
de la libertad y la justicia sin hacer saltar por los aires todo el orden
regional y quizás mundial. Entre tanto, esta lógica del país-bomba, aceptada
por todos, de derechas y de izquierdas, ha llevado a Bashar Al-Assad a creer,
quizás sinceramente, que matando, torturando y encarcelando a miles de personas
está defendiendo la paz; y que cuantas más personas mate, torture o encarcele
más y mejor está sirviendo a la causa de la humanidad. A eso se dedica con toda
abnegación y disciplina.
Por el momento, un año después, la obstinación
criminal del régimen y la intervención sorda de las potencias más reaccionarias
del Golfo (tanto suníes como chiíes) está a punto de convertir a Siria en la
tumba, al menos provisional, de la Primavera Árabe, en la fosa común del nuevo
espíritu panárabe que ella había despertado y en el pudridero de la alianza
panislámica surgida en la última década en torno a la resistencia palestina.
¿También quizás en la fuerza centrípeta de la descomposición regional y en el
núcleo atómico de una nueva guerra mundial?
Si «Siria es un mundo reducido que lleva en sí todas
las contradicciones del mundo en su conjunto», puede que haya que aceptar que
las cosas no pueden ni deben ocurrir de otro modo; que hay pueblos, en efecto,
a los que no se puede permitir que pidan democracia y justicia social; y que la
paz mundial depende de un complicado juego de tetris en el que hay que estar
todo el rato encajando diferentes dictaduras y diferentes intereses
multipolares, procurando que los pueblos irresponsables no desbaraten los
ajustes. Puede que esto sea así. Puede que la derrota de la revolución siria
sea la mejor noticia que puede recibir el mundo en estos momentos.
Pero esta barbaridad de hecho -si aceptamos su
facticidad- debería al menos obligarnos a reflexionar y a plantearnos una
cuestión al mismo tiempo de programa y de principios. Si vivimos en un mundo
tan endiabladamente frágil, tan atrozmente configurado, tan irracio- nalmente
concebido que no admite compatibilidad alguna entre las demandas de los pueblos
y la paz mundial; en un mundo tan impermeable a la política que en él la
defensa de la razón común, la ética común y la justicia común solo pueden
conducir a la catástrofe o incluso al apocalipsis; en un mundo hasta tal punto
contradictorio en su raíz con la civilización misma que el único mínimo acuerdo
que se puede alcanzar para garantizar la supervivencia del planeta es el de
sostener una dictadura y sacrificar al pueblo que la combate; si vivimos, en
fin, en un mundo así, tan tajantemente de derechas, tan del gusto de EEUU y sus
aliados, en el que hay lugares donde no se puede y, aún más, no se debe
defender ningún principio, ¿qué querrá decir ser de izquierdas? ¿Cuál es el
programa de la izquierda para un mundo sin principios?
Si no hay ninguna manera, aquí y ahora, de defender la
democracia y la justicia social en Siria, si lo mejor que podemos hacer (todos
de acuerdo: Qatar, Arabia Saudí, Turquía, EEUU, la UE, Israel, China, Rusia,
Irán, pero también Venezuela y Cuba) es abortar su revolución, ¿qué puede
proponer la izquierda a los sirios? ¿La «estabilidad» anterior al 15 de marzo
de 2011?
Puede que estemos ayudando a salvar el planeta. Puede.
Ahora queda saber qué pinta la izquierda en un planeta así. Y queda
explicárselo a los sirios que se están jugando la vida irresponsa- blemente,
sin comprender los problemas que están generando con su coraje.
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