Luz Gomez
El terrorismo yihadista es, entre otras cosas, la consecuencia de la falta de democracia en el mundo árabe, de las injusticias que sufre su población, de la arbitrariedad de sus gobernantes y, también, de los sofismas de la política internacional. Si no se atajan estas causas, no hay seguridad posible ni en Europa ni en el Mediterráneo, por más tratados de cooperación antiterrorista que firmen nuestros gobernantes con los dictadores de turno. Las demandas de pan, libertad y justicia social que llevaron a millones de egipcios, tunecinos, yemeníes, sirios, libios o bahreiníes a la revolución en 2011 son hoy todavía más acuciantes que entonces. El insoportable número de muertos en el Mediterráneo habla asimismo de ello. Hacer oídos sordos a estas realidades es una vieja estrategia europea, muy cara en términos de vidas humanas y de futuro. Las lecciones de la historia calan poco o nada en los líderes de esta Europa, cada cual embarcado en políticas a corto plazo.
La semana pasada, el mariscal Abedelfatá Al Sisi, elegido presidente de Egipto con casi el 97% de los votos tras el golpe de Estado de 2013, prosiguió con sus visitas triunfales por Europa. Chipre y España fueron sus destinos. En Chipre, se reunió con el presidente Nikos Anastasiades y con el primer ministro griego, Alexis Tsipras: a buen seguro, la foto de los tres líderes molestó en Turquía tanto como gustó en Atenas. Turquía es en la actualidad el enemigo número uno de Egipto por el apoyo del Gobierno de Erdogan a los Hermanos Musulmanes y a Mohamed Morsi, el presidente depuesto. Tsipras, perdido en la renegociación de la deuda griega, no le hizo ascos a un poco de nacionalismo rancio al precio de “foto con dictador”: una pequeña demostración de que la “nueva política” se parece demasiado a la vieja.
En España, la visita de Sisi ha vuelto a demostrar que los negocios del IBEX 35 (en forma de armas, hidrocarburos y alta velocidad) están por encima de la demagogia que se nos sirve a diario sobre la democracia y los derechos humanos, que por barata ni siquiera estuvo presente en los discursos. A Sisi se le recibió con cierto alborozo, y se aceptaron sus condiciones: ni rueda de prensa conjunta ni encuentro con los periodistas. Algún reportero podría haberle preguntado por Walid Abdel Raouf Shalaby, periodista perteneciente a los Hermanos Musulmanes condenado a muerte a mediados de abril, o por sus 13 colegas condenados a cadena perpetua. En el Palacio Real de Madrid Sisi brindó tras escuchar del Rey que los egipcios «pueden contar con nosotros». Horas antes, la delegación egipcia había firmado contratos sonrojantes (como un AVE El Cairo-Luxor para turistas inexistentes, cuando el 44% de los egipcios vive con menos de 2 dólares al día) y, según el ministro García-Margallo, Sisi se comprometió a garantizar la reanudación del suministro de gas a la planta que Unión Fenosa tiene en Damietta, paralizado desde hace 3 años. El gas procederá de Israel, parte interesada como la que más en la perpetuación del viejo orden árabe.
Sisi prometió tras el golpe de Estado una hoja de ruta a la democracia. Fue la excusa retórica para que Occidente aceptara su interrupción del proceso democrático. Por lo pronto el expresidente Morsi ya ha recibido una condena a veinte años de cárcel, y tiene pendientes varios procesos que le auguran condenas a muerte, mientras que Hosni Mubarak está en libertad y más de una vez ha pedido públicamente el apoyo a Sisi: «Todos los egipcios deben respaldarle para que Egipto supere esta difícil etapa», declaró la semana pasada telefónicamente a un programa de televisión. En el nuevo Egipto no queda medio de comunicación que no sea vocero del régimen. La censura, que ha alcanzado límites desconocidos en la era Mubarak, es, junto con la judicatura, la mejor aliada interna de la contrarrevolución. Sin embargo, Felipe VI le dijo a Sisi que «en estos momentos de guerras y turbulencias en vuestra región, Egipto destaca por ser clave para la estabilidad y el equilibrio de Oriente Próximo». Y cinco días después, Pedro Morenés, ministro de Defensa, recaló por unas horas en El Cairo para sellar el primer acuerdo de cooperación militar entre España y Egipto, cuya negociación llevaba paralizada más de diez años.
Junto a la contrarrevolución que representan Sisi, Al-Asad o el rey de Bahréin, Hamad bin Isa Al-Jalifa, hay que analizar también como contrarrevolucionario el papel de los yihadistas del ISIS, de Al-Qaeda o de cualquiera de sus sucursales. Si bien repiten el esquema ya ensayado por el yihadismo en Afganistán e Irak en la “guerra contra el terror”, ahora incorporan variaciones acordes con el mundo 2.0 del que se nutren (más horizontalidad virtual, más espectacularidad, más extraterritorialidad). Los yihadistas ofician el caos que justifica la invocación europea a la estabilidad y la seguridad a cualquier precio, incluido el que se está empezando a barajar en Bruselas: la negociación con Bachar Al Asad. Pero sin la financiación de las petromonarquías, ni yihadismo ni contrarrevolución proseguirían hoy su marcha triunfal. Y en ello la Europa oficial no sólo hace de comparsa sino que está directamente involucrada.
Con descarado pragmatismo, Gran Bretaña vuelve la vista a sus sueños imperiales, al viejo East of Suez que la desasía de Europa. Su Gobierno ya ha ofrecido apoyo logístico en la operación militar en curso contra Yemen, liderada por Arabia Saudí. Y el pasado diciembre David Cameron anunció el proyecto de una base naval en Bahréin, con el beneplácito del rey Hamad. El activista Dominic Kavakeb, del Movimiento por la Justicia y el Desarrollo de Bahréin, ha calificado la iniciativa de «bofetada a todos aquellos que en Bahréin luchan por la democracia y los derechos humanos». Bahréin es el patio de atrás desconocido de Arabia Saudí, no como Yemen, que siempre lo ha sido a la vista de todos. Bahréin es el escenario de una sutil guerra subsidiaria en la que está en juego el futuro de esa forma de gobierno sui generis llamada “petromonarquía”: siendo la única monarquía árabe que tuvo que hacer frente a un levantamiento popular masivo en 2011, también es el único país en que la sublevación pacífica sigue plenamente activa, a pesar de la represión sistemática.
Y en medio de este sálvese quien pueda que es la política exterior europea, el presidente francés, François Hollande, ha viajado esta semana primero a Doha, para firmar el mejor contrato de venta de armamento francés en muchos años, y luego a Riad, para asistir a la Cumbre Consultiva del Consejo de Cooperación del Golfo. Francia es el tercer exportador mundial de armas, y los países del Golfo son los mejores clientes de los Rafale, los aviones de combate franceses que Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos han financiado al Gobierno egipcio. Hollande se ha convertido, según Le Figaro (4.5.15), en “el ojito derecho del Golfo”. Un juego peligroso para los pueblos árabes, que volverán a salir trasquilados en esta nueva fase colonial que tiene al yihadismo como excusa más reciente. Y para una Unión Europea que no deja de ahondar en su déficit democrático.
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