Las escuelas de la UNRWA
Hay imágenes que quedan fijadas en la memoria y, aunque no sepamos muy bien por qué, sabemos que por algo quedan, que algo nos quieren decir. Yo guardo una imagen así de mi primera visita a Gaza. Era el verano de 1997, Benjamin Netanyahu llevaba un año como primer ministro y había cierre de territorios, o sea que nadie podía entrar o salir de La Franja a no ser que contase con autorización especial o un pase de prensa, como era mi caso, sellado por las autoridades militares israelíes. Recuerdo la interminable fila de camiones esperando junto al puesto de control del ejército israelí, llevaban cargas de verduras y frutas con muchas posibilidades de llegar a su destino en forma de compota tras varias horas varados a pleno sol. Aquellos constantes cierres del territorio que condenaban a la población al aislamiento y la ruina económica eran, aunque aún no lo sabíamos, la antesala del bloqueo que, una década después, iba a convertir La Franja en una enorme prisión a cielo abierto.
Sin embargo, mi primera imagen de Gaza es luminosa y alegre: una fila de niñas y niños de unos cinco o seis años, cogidos de la mano, ellas luciendo trenzas y coletas con lazos blancos que parecían mariposas prendidas en el pelo y todos con sus babis impolutos, como recién lavados. Al cruzarse con la forastera que era yo, me dedicaron un “welcome” coral entre profusión de risas y agitar de manitas a modo de saludo. Era la hora de entrada a la escuela. La escuela de la UNRWA.
Para los niños de los campos de refugiados, la escuela nunca ha sido una obligación más o menos penosa sino todo lo contrario, un espacio de libertad, una ventana al mundo.
Muchos de los palestinos que he conocido en España se criaron en un campo de refugiados e hicieron sus estudios en una escuela de la UNRWA, lo que les permitió acceder a la universidad en el país de acogida o en el exterior. Palestina tiene el porcentaje más alto de universitarios y universitarias, en este caso conviene marcar el femenino ya que la formación de las mujeres es objetivo prioritario del sistema escolar de la agencia, de toda la región de Oriente Próximo. Las escuelas de UNRWA mucho tienen que ver con ese dato. Todos los empleados, maestros, médicos, enfermeros, administrativos, que trabajan en las clínicas y escuelas de UNRWA son personal local y muchos de ellos son refugiados que también estudiaron en esas escuelas.
La Agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos, UNRWA, se creó en diciembre de 1948, pocos días antes de que la Asamblea General de la ONU aprobase la resolución 194 que establece el derecho al retorno de los refugiados palestinos y de sus descendientes. Esta resolución se hizo sobre la base del demoledor informe del aristócrata sueco Folke Bernadotte, que había sido enviado por Naciones Unidas para investigar lo que estaba ocurriendo en la zona. El informe daba cuenta de “numerosos actos de pillaje y destrucción de aldeas palestinas llevados a cabo, sin justificación militar alguna, por tropas israelíes” y pedía que el gobierno del recién creado estado de Israel autorizase el regreso de la población refugiada a sus hogares. El 17 de septiembre de 1948, justo al día siguiente de haber firmado y registrado su informe, Bernadotte fue asesinado junto al funcionario de la ONU, André Serot, por pistoleros del grupo sionista Lehi en una calle de Jerusalén.
Para entonces, el número de refugiados palestinos registrados por la ONU se acercaba al millón y el mandato de la nueva agencia que se pensaba temporal, cuestión de meses o unos pocos años, establecía que su misión era “atender las necesidades de los refugiados palestinos hasta tanto se logre una solución justa y duradera a su situación”. Más de siete décadas después, esa solución parece cada vez más lejana y el número de refugiados supera los cinco millones, repartidos entre los campamentos, que ya son barrios, de Jordania, Siria, Líbano y los territorios palestinos de Cisjordania y Gaza ocupados por Israel desde 1967. La UNRWA sigue siendo su principal y a veces su único apoyo. Y es también el recuerdo permanente de la limpieza étnica que milicias sionistas y ejército israelí llevaron a cabo en los meses previos y posteriores a la proclamación del Estado de Israel. Quizás es este valor de testimonio lo que explica, en parte, el interés de muchos políticos israelíes y de personajes como Donald Trump o Benjamin Netanyahu en acabar con ella o reducir al mínimo su capacidad de acción.
La UNRWA, en tanto que agencia de la ONU, tiene normas y limitaciones específicas. Al fin y al cabo, Naciones Unidas no es más que lo que su nombre indica, una unión de naciones, poderosas y débiles, grandes y pequeñas, ricas y pobres, con el objetivo de instaurar un marco legal y de cooperación en las relaciones internacionales que sustituya la ley de la fuerza en la resolución de conflictos. El intento de contrarrestar el desequilibrio de fuerzas del mundo, pero también el reflejo de ese desequilibrio.
La UNRWA no es un actor político sino humanitario, su misión no es lograr una solución política, eso corresponde a otros, sino ayudar a la población refugiada de Palestina a vivir: con ayuda alimentaria para paliar los efectos devastadores del bloqueo, económica para reconstruir lo destruido, con servicios sanitarios y educativos en los campos de refugiados y hasta ofreciendo cobijo en sus edificios y escuelas cuando caen las bombas, aunque las bombas también caen en sus edificios y escuelas. La UNRWA es un parche, se dice a veces en tono despectivo, y es cierto, es un parche, pero el parche en la herida evita que el herido se desangre y le ayuda a seguir vivo.
En el año 2002, en el curso de una atroz operación del ejército israelí en Cisjordania, una anciana del campo de refugiados de Al Amari en Ramala nos ofreció su casa para filmar desde la azotea el cortejo fúnebre de un niño que había muerto durante el toque de queda por el disparo de un francotirador del ejército. La mujer se llamaba Samira, era muy pequeñita y tenía unos ojos azules extraordinariamente vivaces para su edad. Era una refugiada del 48, tenía 12 años cuando tuvo que abandonar su pueblo en la región de Beisán, en el centro de Palestina. Mientras esperábamos el paso del cortejo fúnebre en torno a unos vasitos de té, Samira me enseñó las fotografías enmarcadas y coloreadas de dos niñas que mostraban sonrientes sus diplomas escolares con el logo de la UNRWA. Son mis nietas, dijo con orgullo, y después añadió: “nuestro modo de resistir es permanecer”.
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Teresa Aranguren es periodista y escritora
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