Es difícil no considerar legítimas las protestas de los HHMM y no admirar su coraje y resistencia; y es difícil justificar el golpe de Estado de un ejército que en pocos días ha matado a casi mil personas. Pero por muy difícil que resulte, ése parece el camino elegido, a derecha e izquierda, por las fuerzas políticas locales e internacionales y por los medios de comunicación de todo el mundo. Las protestas vagas y las llamadas a la “autocontención” y al “diálogo” por parte de la UE y los EEUU se conjugan con los titulares de los periódicos y las televisiones, que convierten una y otra vez a los HHMM en sujetos gramaticales de las frases –y en fuente material de los “disturbios”- mientras que la feroz represión y las víctimas de la misma aparecen como complementos circunstanciales o consecuencias colaterales.
El País escribe, por ejemplo: “Los islamistas mantienen su desafío a pesar de la represión”, en un ejercicio sutilísimo de contaminación lingüística en virtud del cual los manifestantes partidarios del presidente derrocado y de su partido legal se convierten en “islamistas” (término fatalmente marcado por asociaciones injuriosas y criminalizadoras) y la feroz represión de los golpistas, actores responsables de las matanzas, comparece casi como una mera adversidad atmosférica (“mantienen su desafío a pesar de la lluvia o del calor”). El titular de La Vanguardia, clon de los de otros muchos medios españoles, redacta por su parte: “El Viernes de la Ira desata un nuevo baño de sangre”, como si –una vez más- los partidarios de Mursi fueran los responsables, y no las víctimas, de las masacres policiales. Aunque el colmo de la sofisticación manipuladora corresponde a un gran periodista francés, Serge Michel, corresponsal de Le Monde en Egipto, quien responde a las preguntas de los lectores confirmando –a su pesar- que los manifestantes no tienen armas, salvo piedras y cócteles molotov, para asegurar enseguida que “esa es precisamente la estrategia de los HHMM: dejarse matar para hacerse pasar por las víctimas”.
No hay nada lo bastante difícil cuando se ha decidido ignorar la realidad y doblarla a favor de un proyecto suicida. Repugna sin duda ver a los defensores de la democracia –los hipócritas y los sinceros, los que aceptaron a regañadientes la salida de Moubarak y los que la pidieron a gritos por su carácter dictatorial- engañarse ahora a sí mismos y hacer concesiones a los militares fascistas en nombre del “mal menor” o del “despotismo ontológico” de los islamistas. Todo “demócrata” encuentra alguna vez en su vida alguna excepción que merece –o exige- abandonar los principios; alguna “causa mejor” en nombre de la cual estaría permitido secuestrar presidentes, suspender constituciones, detener, torturar y asesinar rivales políticos; y que permitiría incluso llamar a eso “democracia”. Esa “causa mejor”, la que reúne por fin a la derecha y a la izquierda por encima o por debajo de la “lucha de clases”, es la islamofobia. Contra los HHMM todo está permitido, porque son los causantes pasados, presentes y futuros de todas las tiranías y todos los abusos. Hagan lo que hagan, digan lo que digan, simulen lo que simulen, llevan en su seno la “dictadura”. Mejor adelantarse e imponer nosotros la nuestra, aunque ello lleve a una renovación agravada del ciclo ya conocido de represión, radicalización, terrorismo y despotismo.
Quizás era una ingenuidad pensar que las revoluciones árabes podían “normalizar políticamente” la región a través de una democracia formal que visibilizase al menos la verdadera relación de fuerzas. Pero mucho más ingenuo es creer que la violación de los principios y las reglas que hemos defendido hasta ahora pueden garantizar mejor su aplicación. Cuando no se tiene ni la fuerza militar ni el apoyo popular suficiente para alcanzar el “socialismo”, la izquierda debía haber comprendido que la única manera de vencer a los HHMM era precisamente defender la democracia frente a los que –desde fuera y desde dentro- la han impedido durante décadas y que ahora, mientras unos pisan el acelerador y otros al menos el embrague, vuelven a adueñarse de la Historia. Si no por principio (lo que sería deseable), debían haberlo hecho como “estrategia”. Ayudar al más fuerte y más malo a volver al poder es una de las “astucias” más candorosamente suicidas a las que he asistido en mi vida.
No me gusta, en todo caso, llamar a las cosas con nombres livianos si tienen aristas duras. No me gusta dibujar alas de mariposa a los cocodrilos. Y no estoy dispuesto a aceptar que nuestros “dobles raseros” y nuestros “maquiavelismos” asesinos están al servicio de una causa mejor que las de los imperialistas o los terroristas. Defender la democracia significa enfrentarse a muchos enemigos: unos que matan sin reglas, como las instituciones financieras y los acuerdos comerciales; y otros que matan contras las reglas, como Pinochet y Gadafi y la CIA. Pero esas reglas –DDHH, democracia, Estado de Derecho- deben ser el motor y el objetivo de cualquier proyecto emancipador de izquierdas en cualquier lugar del mundo.
Nunca hubo la menor oportunidad para una revolución socialista en el mundo árabe; la izquierda que apoyó la llamada “primavera árabe” lo hizo en nombre de la dignidad y contra las dictaduras, convencida en apariencia de que dictadura significa arbitrariedad, imperio de la mafia y no de la ley, privatización de la soberanía, represión y tortura y asesinato de los ciudadanos. No podemos engañarnos. En Egipto ha habido un golpe de Estado tan infame y sangriento como los más nefandos de América Latina, y en sus primeras horas ha hecho más víctimas que el de Pinochet en el mismo tiempo.
Con el estado de emergencia en vigor, suspendidos todos los derechos, detenidos o asesinados todos los que se resisten, en Egipto hay una dictadura militar. Mursi y sus partidarios tienen no sólo la legalidad: también la razón y la justicia de su parte. Una izquierda digna de ese nombre debería denunciar sin parar esta dictadura, como denunció las de Moubarak, Ben Ali o Bachar Al-Assad, y apoyar, por principio, aunque no necesariamente con simpatía, a los valientes que se enfrentan a ella en la calle, solidarizándose con sus víctimas y sus familias. Los partidarios de Mursi están haciendo lo mismo que hicieron –hicimos- en 2011 contra Moubarak, Ben Ali o Gadafi. Y si hay un sector del pueblo que apoya a Al-Sissi, también lo había a favor de Moubarak, de Ben Ali y del Assad. E incluso suponiendo que los miles de partidarios de los HHMM no formen parte del pueblo (porque forman parte de un “complot terrorista”, la misma cantinela de todos los dictadores en todas las épocas de la historia, la misma de Gadafi, Ben Ali, Assad, Saleh, Moubarak, etc.), hay que decir que los pueblos –como los individuos- unas veces aciertan y otras se equivocan. Aciertan cuando derrocan a un dictador y se equivocan cuando lo restablecen. Una dictadura es siempre una dictadura, la defienda quien la defienda; y un golpe de Estado es siempre un golpe de Estado, por muchos millones que lo apoyen.
En Egipto hubo una revolución democrática en 2011 y la posibilidad de una lenta revolución social. Abortando la primera, se ha detenido también la segunda. No es difícil prever lo que viene: con guerra civil o no, la confrontación y radicalización es segura; la dictadura también. Las revoluciones árabes dejaron fuera de juego a los dictadores y a Al-Qaeda al mismo tiempo. Los dictadores y Al-Qaeda vuelven también de la mano. Hubo una oportunidad para la democracia y para la izquierda. Pero la propia izquierda ha preferido entregar su oportunidad a los militares y los talibanes. Quizás sin su colaboración habría ocurrido de todos modos. Pero entonces al menos tendrían la razón, la democracia y el coraje de su parte, tres capitales que nos harán falta en el futuro.
A pesar de la izquierda, quizás una democracia o democracita se salve en Túnez. El horror de Egipto, las concesiones de Nahda y el papel metapolítico del sindicato UGTT (el equivalente en fuerza del Ejército egipcio) pueden llevar a un acuerdo entre las fuerzas políticas con la conservación de la Constituyente y un gobierno de Unión Nacional como fundamentos. Pero no es seguro. Si así ocurriera, Túnez se convertiría en una islita en la región, más o menos inofensiva, pero un buen ejemplo, en todo caso, una vez pasada esta resaca de populismo golpista postmoderno. Pero no es seguro: no obstante algunas voces lúcidas y sensatas, la confluencia de intereses entre la derecha recedista, la izquierda radical y los yihadistas de Chaambi proyectan sobre el país la amenaza de un revolcón en el oleaje anti-ikhuani de la región. Sería terrible. Porque parafraseando a mi admirado amigo Sadri Khiari, no hay ningún “lado bueno” para retroceder hacia la dictadura y el oscurantismo.
Santiago Alba Rico es escritor y filósofo
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