lunes, 6 de octubre de 2014

Iraq, ilusiones y realidades



Quienes han destruido Iraq se aprestan a salvarlo ahora del Estado Islámico (EI, anteriormente Estado Islámico de Iraq y el Levante, EIIL): EEUU, que, tras un década de sanciones genocidas, ocupó finalmente el país en 2003 para desmantelar su Estado y su sociedad alentando el confesionalismo y el sectarismo; las corrientes iraquíes colaboracionistas, una coalición precaria de nuevas oligarquías locales, que se ha mantenido en el poder gracias al terror y la corrupción; el régimen de Teherán, que siempre se supo beneficiario último de la invasión de 2003 y socio insoslayable de Washington en la gestión del caos posterior; y, como no, los regímenes árabes vecinos, igualmente corruptos y dictatoriales, que contemplaron con satisfacción la demolición de un Estado antagónico. Cínicamente, como ocurre también respecto a su presencia en Siria, todos estos actores —y los nuevos aliados de esta renovada campaña imperial, de esta nueva “guerra justa”— se muestran sorprendidos de la irrupción del EI en Iraq, cuando ha sido su contumaz oposición a que los pueblos de la región sean libres lo que más ha fortalecido al yihadismo. No nos olvidamos de Israel, siempre en un segundo plano en lo que a Iraq respecta: ¿por qué el presidente Obama ordena el 8 de agosto los primeros ataques aéreos contra el EI en Iraq?, por su avance sobre Irbil, la capital del Kurdistán iraquí, un centro neurálgico de los israelíes (también de los estadounidenses) en la región. Disputas al margen (como las críticas iraníes a la conferencia celebrada en París el 15 de septiembre), la amplia coalición de casi medio centenar de países dispuestos a combatir al EI no buscan la reconstrucción de Iraq como Estado (mucho menos proteger a sus habitantes), sino cada cual, según sus interlocutores locales, mantener su influencia sobre un país ya de facto dividido en tres porciones, de las cuales, evidentemente, las que hay que defender son las que disponen de recursos energéticos: miren ustedes un mapa y comprueben donde se ataca al EI.
Antes de abordar el tema central de este texto, merece la pena señalar que dos consideraciones que se han repetido estos meses en los medios oficiales y de comunicación son falsas: hacen referencia a la violencia sectaria que sufre Iraq y a los acuerdos de seguridad entre EEUU e Irán sobre Iraq.
En primer lugar, pese a su extrema brutalidad, condenable en términos absolutos sin ninguna posible justificación, el terror desatado por el EI no representa ni la primera ni la más amplia campaña de violencia sectaria y limpieza étnica que ha padecido la sociedad iraquí desde su invasión en 2003. La primera se produjo ante los ojos de los ocupantes, tolerada por ellos, y articulada por Irán y otros agentes regionales, en concreto, Hezbollah, desde mediados de 2005 y a lo largo de 2006. Según un informe de Naciones Unidas del verano de 2006, el número de civiles asesinados en todo el país había alcanzado entonces la cifra estimada de 100 diarios, de ellos, al menos 60 en Bagdad. En un 90 por 100 de los casos mostraban signos de haber sido torturados antes de ser ejecutados mediante disparos en la cabeza, por estrangulamiento o a golpes, con las manos atadas y los ojos arrancados, la macabra marca de los escuadrones de la muerte vinculados al gobierno de al-Maliki y sus milicias. La violencia se ejerció entonces mayoritariamente contra la comunidad sunní, pero también contra los cristianos de la capital y del sur del país, contra colectivos concretos como el de los palestinos o los homosexuales, contra profesionales, periodistas, intelectuales y profesores de universidad, contra activistas civiles, también específicamente contra las mujeres. El resultado de esta campaña de aniquilación de lo que se consideraba era el sustrato social de la resistencia fue que Iraq se convirtió en el país del mundo con más refugiados en el exterior y desplazados internos, cinco millones en total, el 18 por 100 de sus habitantes, una cifra récord que solo superaría posteriormente la sociedad siria. Los sunníes constituyeron más de la mitad de todos los refugiados iraquíes, pero ya a mediados de 2006 se calculaba que la mitad de los cristianos y asirios habían abandonado su país; también los yazidíes nutrieron entonces el contingente de iraquíes expatriados o desplazados. Pese a las valerosas denuncias de las agencias especializadas de la ONU y el testimonio de prestigiosos periodistas como Andrew Buncombe y Patrick Cockburn, del diario británico The Independent, ningún gobierno u organismo internacional dijo nada, menos que nadie los ocupantes, a los que correspondía velar por la seguridad de los ciudadanos iraquíes. Y como ahora, entonces EEUU justificó en el deterioro de la situación —“en la violencia sectaria”— el incremento de sus tropas en Iraq, más de 51.000 nuevos efectivos.
Al igual que ocurrió en su momento con la designación de Nuri al-Maliki como primer ministro de Iraq, su sustitución a mediados de agosto por Haidar al-Abadi no hubiera podido llevarse a cabo sin el acuerdo tácito entre EEUU e Irán, y ambos países han intervenido militarmente de manera simultánea este verano contra posiciones del EI. Sin embargo, tampoco es cierto que esta sea la primera vez que EEUU e Irán colaboran en cuestiones de seguridad relativas a Iraq. Bien es sabido que en su invasión y ocupación de Iraq, la Administración Bush se apoyó (más que en los partidos kurdo-iraquíes) en formaciones confesionales chiíes con fuertes conexiones con Irán. Ello favoreció que bajo el manto de la ocupación el régimen de Ahmadineyad (el primero en reconocer al nuevo gobierno iraquí) ganara terreno en aspectos tan esenciales como el económico y el securitario. Tras la notoria escalada militar de la resistencia contra los ocupantes, en el contexto de la campaña de terror de 2005-2006 antes recordada, el Pentágono aceptó que Irán interviniera directamente o por mediación de Hezbollah en la formación y adiestramiento de los cuerpos de seguridad gubernamentales y paragubernamentales. La idea de un diálogo directo entre EEUU e Irán limitado exclusivamente a cuestiones de seguridad en Iraq (como se formuló entonces explícitamente por portavoces estadounidenses) se remonta cuando menos a marzo de 2006 y se materializó finalmente en tres encuentros bilaterales realizados en Bagdad a lo largo de 2007, sin contar los contactos en citas multilaterales sobre Iraq.
La actuación de todos los intervinientes en este nuevo episodio de la guerra de Iraq es más o menos predecible, dado que se ajusta al criterio de gestionar el caos iraquí acomodando los intereses de unos y de otros, esencialmente ante lo que parece ya un proceso irreversible de división efectiva del país en áreas de influencia foráneas. Fuera de Iraq, esta es asimismo la actitud de Turquía, que está permitiendo la presión militar del EI contra su territorio kurdo para debilitar al PKK cara al proceso de negociación esbozado, o del régimen de Bachar al-Asad, que utiliza al EIIL para debilitar a los combatientes antigubernamentales y revalidar su papel de “mal menor” en la región.
Pero hay un elemento esencial que es lo realmente novedoso y terrible de la actual situación: la indefensión y desesperanza del pueblo iraquí son absolutas. Y “pueblo iraquí” significa aquí y ahora ese sujeto social que ya nunca emerge (como ocurre también en Siria), esos millones de hombres y mujeres que parecen haberse esfumado pese a que hace no mucho tiempo articulaban colectivamente sus expectativas de democracia y bienestar social, de ciudadanía, en un país con recursos humanos y materiales más que suficientes para afrontar el futuro con optimismo. Hoy, desmembrada la sociedad y destruidas las instituciones, a quienes permanecen en el interior del país no les resta más que aferrarse a alguna secta o tribu, milicia o mafia que les garantice, a base de servidumbre y embrutecimiento, mínimos recursos para sobrevivir ellos y sus hijos. Esta es la gran diferencia con la situación de una o dos décadas atrás, durante el período de sanciones o ya tras la ocupación, que el pueblo iraquí podía contar entonces con claros referentes y mecanismos colectivos de resistencia.
Ciertamente, la irrupción en Iraq del EIIL se solapa con los movimientos de protesta contra el gobierno de al-Maliki que se desarrollaron desde 2012 en las áreas centrales del país, de mayoría sunní, una discreta “primavera” iraquí. De carácter pacífico inicialmente, tras el desmantelamiento por el ejército iraquí de los campamentos de la provincia de al-Anbar en diciembre de 2013, estas protestas adoptaron un carácter armado con la constitución de los Consejos Militares Revolucionarios (CMR) formados con apoyo tribal por antiguos oficiales del Ejército iraquí. Tras ampliar su presencia a varias provincias del norte y centro del país, los CMR constituyeron en enero de 2014 el Consejo Militar General de los Revolucionarios Iraquíes (CMGRI). La toma simultánea (el 10 y 11 de junio) de Mosul (la segunda ciudad del país y capital de la provincia de Nínive) y de Tikrit, así como el rápido avance hacia Bagdad se deberían así a la respuesta militar de estos grupos armados surgidos de las protestas sunníes, a los que se habrían sumado las facciones de la resistencia iraquí de filiación islamista moderada y baazista. Desde esta perspectiva, los sucesos del verano serían la expresión de una “revolución popular” en Iraq que, aunque iniciada en áreas de mayoría sunní, pretende derrocar el régimen legado por la ocupación e instaurar en el país un sistema democrático, no confesional ni sectario. El EIIL habría tenido un papel menor. Representantes de estos sectores así lo han reiterado, al igual que plataformas de solidaridad internacionales1. En un comunicado del 19 de junio2, Mohamed Bashar al-Faidhi, portavoz de la Asociación de Ulemas Musulmanes (AUM) de Iraq, una de las principales organizaciones contrarias a la ocupación y al régimen sectario impuesto por EEUU, señalaba que la toma de Mosul y de otras ciudades debía ser considerada como una “revolución real” contra el régimen de al-Maliki. Según al-Faidhi, el EIIL sería una facción minoritaria, constituida por un “reducido número de combatientes (…) cuya fuerza ha sido lamentablemente exagerada por los medios de comunicación, mostrados —con intenciones no inocentes— como si fueran el principal o único actor en los acontecimientos”. En similares términos y en varias ocasiones se expresó el portavoz del Partido Baaz y de su frente político-militar, Jodair al-Morshedi3, negando tajantemente cualquier colaboración con el EIIL en la toma de las ciudades. Por último, en representación del sector tribal de la revuelta, el jeque Hatem al-Suleiman, uno de los líderes comunitarios de la provincia de al-Anbar y de su Consejo Revolucionario de las Tribus, señalaba en una entrevista publicada el 6 de julio 4 que EIIL “no representa más que el 7 o el 10% de los combatientes” y que lo esencial era derrocar a al-Maliki, mostrando su confianza en erradicar posteriormente a los yihadistas del EIIL. En esa línea, rememoraba la eliminación de al-Qaeda en la provincia de al-Anbar en 2006 por parte de las milicias Despertar, obviando que fueron armadas por los propios ocupantes y que sirvieron esencialmente a sus intereses.
No parece tan sencillo. A lo hora de negar un papel relevante al EIIL en la ofensiva del verano, el argumento esgrimido era que resultaba inimaginable que la toma de la segunda ciudad de Iraq y el resto de territorios hubiera podido llevarse a cabo por parte de un grupo de yihadistas sin arraigo en el país, nutrido esencialmente por combatientes extranjeros desplazados desde Siria. Constatando el carácter hegemónico que el EI ejerce en los territorios iraquíes, el argumento se puede invertir: la capacidad del EIIL de tomar grandes ciudades en Iraq se debió a la “ayuda esencial”5 prestada por líderes tribales y grupos como el JRTN, en concreto aportando la experiencia de ex mandos militares y de inteligencia. Pocos días después de la toma de Mosul y Tikrit, el EIIL depone a las nuevas autoridades, en su mayoría de filiación baazista, y el 29 de junio proclama el califato en los territorios sirios e iraquíes donde tiene presencia militar, pasando a denominarse Estado Islámico.
La proclamación del califato incluyó la exigencia de desarme de otras facciones armadas en el territorio iraquí. Inmediatamente, el EI impuso medidas sociales fuertemente regresivas en la comunidad sunní (muy particularmente contra las niñas y mujeres) y procedió a desalojar por medio del terror a los miembros de otras comunidades (80.000 cristianos, 125.000 turcomanos y 200.000 yazidíes abandonaron sus hogares6). Además, durante sus acciones militares, el EIIL-EI cometió crímenes de guerra, ejecutando sistemáticamente a los soldados y policías iraquíes capturados. Finalmente, en Mosul y otras localidades procede a la destrucción del patrimonio histórico y cultural, que además de la pérdida material supone la anulación de la identidad nacional compartida por los iraquíes. La pregunta es insoslayable: si el EIIL-EI es una fuerza minoritaria en las áreas del norte y centro de Iraq tomadas por las fuerzas antigubernamentales durante el verano, ¿por qué se toleran las brutales acciones de los yihadistas y, muy especialmente, la limpieza étnica por medio del terror contra civiles iraquíes, actuaciones que contravienen abiertamente el objetivo último de su proclamada “revolución popular”, un Iraq democrático e integrador?
No ha habido condena explícita por parte de las fuerzas iraquíes antigubernamentales contra la actuación de EI, y en estos meses los enfrentamientos armados entre estas fuerzas y el EI se han limitado a los producidos el 21 de junio entre baazistas y yihadistas del EI en tres localidades de Kirkuk. Ciertamente, en una declaración del 21 de julio7, el portavoz del Ejército de los Hombres de la Orden de Naqshbandia (JRTN, por las siglas de su nombre en árabe: Jaysh Riyal al-Taraqa al-Naqshbandia), condenaba “todo desplazamiento forzado de iraquíes, el desposeimiento de Iraq de sus componentes fundamentales y la modificación de su mapa político y demográfico”, pero lo hacía motivado por la acusación de algún medio de comunicación contra esta organización y sin mención alguna al EI. El JRTN es desde diciembre de 2006 la organización armada referencial del Partido Baaz en el interior de Iraq. Su máximo dirigente es Izzat Ibrahim al-Duri, de 72 años, ex vicepresidente de Iraq, en la clandestinidad desde la invasión de 2003. El JRTN mantiene los puntos estratégicos adoptados por el Partido Baaz tras la invasión de 2003 (el así denominado neobaazismo) pero combinados con explícitos referentes religiosos islámicos, en concreto sufíes (el nombre de la organización proviene de su fundador), corriente a la que pertenece al-Duri. Pocos días antes del mencionado comunicado, el 12 de julio, se había difundido un nuevo mensaje de al-Duri8. En un audio de 15 minutos de duración, al-Duri reiteraba que la ocupación de las provincias de Nínive, Salah al-Din, al-Anbar y Diyala formaba parte de un movimiento patriótico amplio y unitario destinado a derrocar el régimen impuesto por los ocupantes, cuyo siguiente objetivo era la toma de Bagdad. En su alocución, al-Duri saludaba por su nombre a las fuerzas combatientes en esta ofensiva de verano, a su propia organización militar y a otras formaciones militares de la resistencia de tendencia islamista, pero sorprendentemente situó “a la vanguardia de todas ellas, a los héroes y caballeros de al-Qaeda y del Estado Islámico”. Es importante recordar que el audio de al-Duri se difundió dos semanas después de la proclamación del califato, que ha de interpretarse como un abierto desafío por parte del EI a las organizaciones iraquíes y a su agenda política. Por ello, esta referencia a los yihadistas causó consternación en las propias filas baazistas, conocedoras además de que incluso antes de la proclamación del califato el EIIL había capturado y hecho desaparecer en Mosul a responsables baazistas (a día de hoy, seis máximos dirigentes y a 81 cuadros) y ex oficiales militares 9 . El debate interno en el Partido no ha dejado de agudizarse desde entonces, pese a lo cual en un comunicado de finales de septiembre se denuncia la intervención multilateral contra Iraq sin condenar al EI y reiterando que quienes controlan las cuatro provincias de norte y centro del país siguen siendo las fuerzas antigubernamentales iraquíes.
Esta inacción ante el EI de las fuerzas iraquíes antigubernamentales resultó clamorosa con ocasión de la reunión en Ammán el 16 de julio de dos centenares de líderes tribales y representantes de fuerzas civiles, políticas y miliares antigubernamentales la denominada “Conferencia de las Fuerzas Revolucionarias Iraquíes”, a la que el EI no fue invitado. El encuentro concluyó sin la condena del EI ni el compromiso de ruptura de toda relación sobre el terreno con los yihadistas, pese a que ya se había proclamado el califato. Por el contrario, a puerta cerrada o ante medios de comunicación, destacados participantes reconocieron y elogiaron el papel crucial jugado por el EIIL/EI. Sin mención alguna al medio millón de desplazados de las provincias de Nínive, Salah al-Din y Diyala que ha ocasionado el terror del EI, la conferencia solicitó la protección de la comunidad internacional contra los ataques indiscriminados de las fuerzas gubernamentales, que serían responsables, al menos parcialmente, del desplazamiento de medio millón de sunníes en la provincia de al-Anbar a lo largo de 2014. La segunda reunión prevista para agosto no se llevó a cabo.
No sabemos cuál de las dos siguientes opciones es la peor a la hora de explicar esta situación: que la resistencia y las fuerzas que combatieron a la ocupación y a su régimen sectario no tienen la capacidad militar o política de proteger a su propia población frente al terror del EI (como hacen en Siria, con enormes dificultades, los combatientes antigubernamentales) o que mantienen un acuerdo táctico con los yihadistas a costa de su propio pueblo, quizás —se ha admitido en ocasiones— por su gran capacidad financiera, además de militar. En ambos casos las fuerzas iraquíes antigubernamentales demuestran, primero, una desalentadora debilidad sobre el terreno y, segundo, una ceguera política criminal. La evolución de los acontecimientos en los últimos tres meses ha determinado que tanto el referente de la lucha interna en Iraq haya pasado de ser patriótico, integrador y democrático a ser sectario y regresivo, y que su dinámica haya pasado de ser estrictamente nacional (iraquí) a ser regional, asociada (supeditada) esencialmente al afianzamiento del EI en Siria. De hecho, tras la toma de Mosul y Tikrit, los objetivos políticos impulsores de estas operaciones militares —aquellos heredados de la “primavera” iraquí de 2012/13— se desdibujan, y el propio avance hacia Bagdad se detiene. El EIIL/EI no solamente impone en territorio iraquí (como en Siria) un proyecto (el califato) que es antitético al defendido por las fuerzas antigubernamentales, sino que torna su envite militar hacia Siria, frenando en seco el avance hacia la capital iraquí. Así, tras trasladar buena parte del material militar capturado en Iraq a Siria, cuando se reanudan las operaciones en Iraq en agosto el objetivo es Irbil (la capital del Kurdistán iraquí), no Bagdad. Durante las siguientes semanas, las expectativas de la población de estas provincias se ven plenamente frustradas, con un deterioro de las condiciones de vida y un incremento de violencia interna insoportables. No hay ninguna evidencia objetiva de “revolución popular”, sino más bien de una absoluta “barbarización” —en expresión de Sami Naïr.
Si no se trata de mera debilidad, si hubo alguna evaluación estratégica por parte de las fuerzas antigubernamentales iraquíes a la hora de aceptar la apropiación efectiva e incuestionable por parte del EIIL/EI de su iniciativa militar, el balance de este verano es para estas fuerzas verdaderamente desastroso. Los regímenes de Bagdad y kurdo-iraquí se han investido de una nueva legitimidad (a pesar de su bochornosa actuación militar) reconocida internacionalmente y se ha formalizado el condominio de EEUU e Irán sobre el país, asumido además por cuatro decenas de países, incluido Arabia Saudí. Este intervencionismo militar multilateral favorecerá en última instancia al yihadismo y contribuirá a la ruptura efectiva de Iraq, nutriendo a las corrientes regresivas, sectarias y oligárquicas que someten a la población, sea chií, kurda, sunní o de cualquier otra etnia o confesión. Nos consta que en un momento crucial, en las primeras jornadas tras la toma de Mosul y Tikrit, cuando parecía imparable el avance hacia la capital tras el colapso del nuevo Ejército iraquí, el campo antigubernamental desaprovechó la oportunidad de emerger como el interlocutor interno y externo ineludible para afrontar la pacificación y reconstrucción democrática de Iraq. Contra el renovado intervencionismo de EEUU y sus viejos y nuevos aliados, que hay que atajar y condenar, se trata de defender militarmente a la población y ofrecer una alternativa nacional tanto frente al EI como frente al gobierno sectario y corrupto de Bagdad. Mientras, tanto, la población iraquí es la gran perdedora: pagará con un nuevo ciclo de terror sectario e intervencionismo exterior ese error o esa debilidad.


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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