Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.
La semana pasada Palestina vivió un momento esperanzador con la reunión, por primera vez desde 2007, de un Gobierno de unidad nacional y con su reconocimiento como Estado soberano por parte de Suecia, un país de peso en la ingeniería política internacional (distinta cosa, aunque también significativa, es la petición del Parlamento británico a su Gobierno para que reconozca a Palestina). Cohesión, trabajo en las instituciones internacionales y potenciación de la sociedad civil son los retos de la política palestina para los próximos tiempos.
Pero antes de poder escenificar su unidad, Palestina tuvo que sufrir en Gaza una ofensiva israelí cuyas causas no están del todo claras. Cuando a principios de julio el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, decidió lanzar el ataque, había varios factores que parecían empujarle a ello.
En primer lugar, el secuestro y asesinato del joven palestino Muhammad Abu Khdeir, quemado vivo a las afueras de Jerusalén a raíz del secuestro y asesinato de tres estudiantes de una yeshivacercana a Hebrón, había llegado a gozar de unos niveles de apoyo popular preocupantes. Tanto por la derecha como por la izquierda, a Netanyahu se le pidió que hiciera algo más que culpar a Hamás: o bien que vengara a los jóvenes asesinados, o bien que calmara los ánimos. Para el primer ministro israelí, la maniobra más segura era atacar Gaza.
En segundo lugar, uno de los asuntos que menos sale a la luz pública internacional es el estado de movilización y la tensión creciente en que vive la población palestina del Estado de Israel (en torno al 20%). En el último año se han aprobado una serie de leyes que discriminan aún más a los palestinos con ciudadanía israelí, como el Plan Prawer, que expropia a los beduinos del Néguev. Y lo más importante: se ha impulsado el proyecto para una Ley Fundamental que defina a Israel como un Estado judío. Entre junio y julio cerca de 600 palestinos, de ellos 180 menores, fueron detenidos en manifestaciones en demanda del fin de las políticas discriminatorias, lo cual supone la mayor campaña de arrestos masivos desde octubre de 2000, cuando comenzó la Segunda Intifada. Es este un escenario muy preocupante para el Gobierno israelí, pues uno de sus grandes temores es la concreción de una nueva Intifada, sobre todo si tiene a los palestinos israelíes como principales protagonistas.
Por último, el fracaso de las negociaciones de paz tampoco dejaba a Netanyahu en buen lugar: su consecuencia, la formación del Gobierno de unidad nacional palestino, ha contado con el beneplácito más o menos explícito de los aliados de Tel Aviv. Y ha venido a rebatir uno de los puntos fundamentales del argumentario israelí: que los palestinos no son un socio fiable para la paz porque no son capaces de ponerse de acuerdo entre ellos.
Por todo ello atacar Gaza una vez más parecía una solución política: desviaba la atención, aunque solo fuera temporalmente, de esta acumulación de problemas. Pero el resultado fue el contrario del deseado. La popularidad de Netanyahu cayó del 82% a las dos semanas de comenzar la ofensiva al 38% un mes después.
Se pueden decir muchas cosas de Netanyahu, pero no que haya ocultado nunca sus intenciones sobre Palestina. Con más o menos tecnicismos, nunca ha aceptado la solución de los dos Estados. Tampoco ahora. En su discurso ante la Asamblea General de la ONU el 29 de septiembre no mencionó ni una vez al Estado palestino o las negociaciones y sí 15 veces al ISIS. El 11 de julio, tres días después de que comenzaran los bombardeos, negaba la posibilidad de un Estado palestino independiente. El conflicto de Gaza, dijo entonces, significa que “no puede haber una situación, bajo acuerdo alguno, en la cual nosotros renunciemos al control de la seguridad del territorio al oeste del río Jordán”, es decir, que Israel no renunciará a Cisjordania. Y aquí reside todo: si por Netanyahu fuera, el Estado palestino se reduciría a Gaza. Porque la anexión de Jerusalén oriental es un hecho, y la de Cisjordania, al ritmo actual de crecimiento de la colonización, es cuestión de unos años. Solo hay un problema: que con la tierra van los palestinos. Como ha dicho recientemente Hanan Ashrawi, diputada del Consejo Legislativo Palestino, “los palestinos creyeron un día en la solución de los dos Estados; hoy, de lo único que están seguros es de que no abandonarán su tierra”.
Si al primer ministro israelí la guerra de Gaza no le ha servido de mucho, y Hamás, en cierto modo, ya la había ganado por anticipado con la formación del Gobierno de unidad nacional, ¿les ha servido de algo a Israel o a Palestina? Responder a esta pregunta es entrar de lleno en el terreno de la otra guerra: la de narrativas.
Netanyahu, y con él buena parte de los israelíes, se resiste a encarar el futuro, y el Gobierno sigue aplicando recetas de otro tiempo:check-points, bloqueo, castigos colectivos, arrestos indiscriminados, confiscación de tierras. Los más sensatos llaman, como pedía el editorial del 1 de septiembre del diario Hareetz, a acabar con el bloqueo de Gaza por el bien general, pero son muy pocos quienes plantean un cambio de estrategia verdadero. Michel Warschawski, veterano activista, contaba hace unas semanas cómo el miedo a sus compatriotas empieza a cundir entre los pocos israelíes que se oponen a estas políticas y defienden un futuro conjunto palestino-israelí. En un mundo en que los equilibrios geoestratégicos se están recomponiendo, Israel necesita reinventarse, “desprovincializarse” que diría la filósofa norteamericana Judith Butler, si no quiere perder definitivamente la guerra de narrativas que viene librando con los palestinos desde los años setenta, cuando no desde la Nakba misma.
Para los israelíes, tras la fulgurante fundación del Estado en 1948 y su rápida consolidación, la guerra de 1967 supuso un cambio sustancial en la reivindicación de la continuidad histórica, cultural y racial del pueblo judío en que habían basado su derecho a construir un Estado en Palestina. Con la ocupación de Jerusalén Oriental, Cisjordania y Gaza, tanto o más importante que reivindicarse como nación comenzó a ser despojar a los palestinos de ese derecho, hasta el punto de acabar condicionando su relato al del pueblo cuya tierra habían arrebatado y cuya existencia habían negado. El historiador israelí Shlomo Sand denomina “ultraidentidad” a esta estrategia entregada a un pasado mítico para perpetuar un presente imposible, y la considera letal para la viabilidad democrática del Estado, incluso para el conjunto del judaísmo.
Tampoco los palestinos supieron librarse al principio de la trampa de someter la construcción de su relato a la lógica del ellos/nosotros, hasta el punto de casi perderse en el cruce de acusaciones sobre víctimas y verdugos. Arafat, en el célebre discurso de 1988 en Argel en que proclamó la independencia del Estado de Palestina en las fronteras de 1967, dio un vuelco inesperado a esa narrativa. Al mundo le sorprendió su reconocimiento de Israel y el proyecto político que enunció, pero mucho más revolucionario era el mensaje implícito sobre la identidad palestina. Se ha llegado a comentar si él mismo supo entenderlo, si no le superó la genialidad de los dos artífices de la Declaración de Independencia, el académico Edward Said y el poeta Mahmud Darwix. En cualquier caso, la fuerza de la dialéctica saidiana asentó un nuevo significado para el relato palestino: la identidad no es lo que se hereda, es lo que se lega, es tan cambiante como territorial y verbal. En un poema de 1986, Mahmud Darwix ya había reducido a lo esencial su punto de vista, en unas palabras tan sencillas que costará que haya paz si no se entienden: “Se llamaba Palestina. Se sigue llamando Palestina”.
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