Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.
Por fin el presidente palestino, Mahmud Abbas, ha cumplido su amenaza y ha firmado el Estatuto de Roma, paso previo a la incorporación de Palestina a la Corte Penal Internacional (CPI). Pero la iniciativa ha perdido buena parte de su valor simbólico: ya no es un gesto de fuerza, sino un gesto a la desesperada. Toda la sociedad civil palestina se lo venía exigiendo al presidente desde que esto era factible, cuando en septiembre de 2012 la Asamblea General de la ONU reconoció a Palestina como Estado observador. Ahora era la última carta que le quedaba a la Autoridad Nacional Palestina después de pretender que el Consejo de Seguridad de la ONU apoyara una resolución con 2017 como fecha límite para el fin de la ocupación de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Oriental. Una vez más, a los negociadores palestinos les ha ganado la baza Israel, que desde que Netanyahu llegó al Gobierno en 2009 mira con decisión hacia África y América Latina en busca de nuevos socios geopolíticos, toda vez que en Europa se siente cada día menos comprendido. El voto de Nigeria, país que con el presidente Goodluck Jonathan ha doblado el volumen de sus exportaciones a Israel (228 millones de euros en 2013), era decisivo, y Nigeria votó de acuerdo con sus intereses: con su abstención impidió que se alcanzaran los 9 votos a favor requeridos, y que se forzara con ello el veto de Estados Unidos. La diputada palestina Hanan Ashrawi ha expresado la indignación de la OLP afirmando que “está claro que no hay voluntad política de forzar a Israel a que rinda cuentas”.
Pero este paso que tanto le ha costado dar a Abbas es decisivo, por más que vaya a encontrar dificultades en su tramitación en La Haya. Es fundamental porque con la adhesión a la Corte Penal Internacional se abre una vía a la tercera de las demandas del movimiento de Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS), al que Israel considera hoy por hoy la principal amenaza a su política de hechos consumados en Palestina. El BDS es una llamada que la sociedad civil palestina lanzó en 2005 a la sociedad civil internacional para que presione a Israel y le obligue a acatar la legislación internacional relativa al fin de la ocupación, el derecho al retorno de los refugiados y la igualdad jurídica de los palestinos de Israel. Su despegue fue la guerra de Gaza de 2008- 2009, pues desde entonces la opinión pública occidental mira a Israel con una suspicacia en aumento y los apoyos al BDS no dejan de crecer. Si el boicot apela sobre todo a los ciudadanos y la desinversión al mundo empresarial y financiero, las sanciones dependen de los organismos jurídicos y políticos internacionales. Es evidente que de la ONU poco les cabe esperar a los palestinos. Por el contrario, la Corte Penal abre el camino a la demanda de responsabilidades penales individuales que reconoce el derecho internacional. Israel, que no ha ratificado el Estatuto de Roma, sabe lo que puede suponer en términos de legitimidad internacional que sus militares y gobernantes sean enjuiciados por genocidio, crímenes de lesa humanidad o crímenes de guerra, que son los delitos de los que se ocupa la Corte Penal Internacional. Y eso en el supuesto de que los hipotéticos procesamientos no concluyeran en condenas, de lo cual ya no puede estar seguro.
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