Tras la muerte del rey Abdullah, los mandatarios occidentales se han apresurado a subrayar su dimensión de estadista y a aplaudir las tímidas reformas que auspició. No podía ser de otra manera si tenemos en cuenta la sólida alianza que esta monarquía absoluta mantiene, desde su creación en 1932, con EE UU y las principales potencias europeas. No obstante, su largo reinado, de casi veinte años si le sumamos los diez años que actuó como regente, ha tenido más sombras que luces.
Arabia Saudí es uno de los principales productores mundiales de petróleo, con 9,5 millones de barriles de petróleo anuales, lo que ha servido para catapultarse como centro de gravedad del mundo árabe. También alberga en sus territorios los lugares sagrados de La Meca y Media, lo que le da también una importante ascendencia sobre el mundo islámico. De hecho, los monarcas saudíes interpretan que el petróleo es una bendición divina y que, en consecuencia, debe emplearse para expandir el Islam, una religión de vocación universal, por todos los confines del mundo.
Fue precisamente el boom petrolífero de la década de los setenta el que posibilitó a Arabia Saudí abandonar la periferia y reafirmar su centralidad en los sistemas árabe e islámico. También le permitió establecer un estado rentista que compró la paz social a cambio de regar con generosas subvenciones al conjunto de la población. Para ello contó con un aliado esencial: el estamento religioso, que vela por la aplicación y el cumplimiento del wahabismo, una corriente extremadamente rigorista del Islam. Este pacto también se ha traducido en el decidido apoyo a la expansión del wahabismo por todos los confines del mundo islámico, lo que ha acentuado las tensiones en muchos países musulmanes que tradicionalmente practicaban un Islam más tolerante, alejado de los rigores de un wahabismo anclado en el pasado que reniega de la modernización.
El boom petrolífero fue seguido del boom demográfico. De hecho, el 65% de la población saudí tiene menos de 30 años y el 50% menos de 15. Este es precisamente uno de los principales retos del nuevo monarca Salman, ya que estos jóvenes tratarán de incorporarse al mercado laboral en el curso de los próximos años y el reino parece incapaz de proveer empleos para todos ellos, lo que podría espolear la frustración y extender el descontento hacia una monarquía inmovilista que ha demostrado su escasa voluntad de introducir reformas de índole política, económica y social.
Debe tenerse en cuenta que Arabia Saudí sigue restringiendo severamente las libertades públicas y pisoteando los derechos humanos, además de segregar a la mujer, que desde que nace hasta que muere, es considerada una ciudadana de segunda categoría. El reino que ahora loan nuestros mandatarios carece de Constitución y prohíbe los partidos políticos y sindicatos. Además aplica una versión anquilosada de la ‘sharía’ y mantiene la pena de muerte, que tan sólo en los últimos dos años ha acabado con la vida de más de 150 personas, muchas de ellas degolladas. Uno de los sectores que más ha sufrido las arbitrariedades gubernamentales ha sido la minoría chií, que representa un 15% de la población, y que sin embargo carece de libertad de culto.
Tampoco la política exterior saudí ofrece un historial excesivamente positivo. El principal logro de Abdullah, si así pudiéramos denominarlo, ha sido torpedear la denominada Primavera Árabe apagando las voces que reclamaban una democratización de la región. En este sentido, Arabia Saudí capitaneó el frente contrarrevolucionario ya que una eventual democratización del mundo árabe era contemplada como una amenaza existencial. Para impedir el efecto contagio no dudó un instante a la hora de intervenir militarmente cuando Bahréin, uno de sus vecinos, fue alcanzado por la ola revolucionaria. De otra parte financió generosamente a los movimientos ultraconservadores salafistas en un intento de crear un contrapeso a los Hermanos Musulmanes, mucho más proclives a introducir reformas y a transitar el incierto camino de la islamodemocracia. El apoyo saudí al golpe de estado en Egipto mostró a las claras hasta dónde estaba dispuesto a llegar Abdullah para truncar cualquier conato de experiencia reformista.
El otro gran quebradero de cabeza para Abdullah ha sido el progresivo ascenso de Irán, su principal rival en la región. Desde la invasión estadounidense de Irak, Irán no ha dejado de ganar posiciones gracias a su alianza con los regímenes de Bagdad y Damasco. La rivalidad irano-saudí ha incendiado la región provocando una peligrosa intensificación del sectarismo en el golfo Pérsico y Oriente Medio. La lógica del ‘enemigo de mi enemigo es mi amigo’ ha catapultado a grupos radicales como el Estado Islámico o Al Qaeda, que campean a sus anchas por varios países de la zona, tal y como se puede ver hoy en día en Siria, Irak o Yemen.
Si en algo ha tenido éxito Abdullah ha sido en reconducir las relaciones entre Arabia Saudí y EE UU e impedir un choque de trenes que habría amenazado la propia supervivencia de la monarquía. Tras los atentados del 11-S se elevaron numerosas voces críticas que pidieron una revisión de esta alianza contra natura entre dos países que se sitúan en las antípodas en cuanto a su modelo de vida y a sus valores. La loa fúnebre que el presidente Barack Obama ha dedicado al recientemente fallecido monarca muestra a las claras la apuesta de la Administración norteamericana por el mantenimiento de un ‘matrimonio de conveniencia’ que, a pesar de todas sus contradicciones, todavía parece resultar rentable para ambas partes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario