Más de seis mil presos políticos, cinco millones de refugiados en campos en el mundo árabe, millares en la diáspora o sometidos a la ocupación y el racismo deshumanos. Esa es la situación de los palestinos después de 70 años de la recomendación hecha por la Asamblea General de las Naciones Unidas, presidida por el brasileño Osvaldo Aranha, de división de su territorio en un Estado judío y uno árabe, sin consulta a los habitantes locales.
En aquel fatídico 29 de noviembre de 1947, el organismo internacional entonces recién creado –oriundo de la Liga de las Naciones pos Segunda Guerra Mundial– daría señal verde a una de las mayores injusticias de la era contemporánea: la limpieza étnica en Palestina, que culminaría en la creación de Israel el 15 de mayo de 1948 (la nakba, catástrofe para los árabes), consolidando el proyecto sionista de constitución de un Estado homogéneo de mayoría judaica. Doce días después de la recomendación de la ONU –que proponía conceder cerca de 50% de Palestina a un movimiento colonial– comenzaron las masacres y expulsiones en aldeas palestinas. En pocos meses, dos tercios de la población se tornó refugiada, un total de 800.000 habitantes nativos, con la destrucción de más de 500 aldeas, como señalan varios historiadores. Desde entonces, la sociedad palestina permanece fragmentada; las familias, divididas y dispersadas por el mundo, impedidas de encontrarse en su propia tierra, la Palestina ocupada.
Incluso luego de varias olas de inmigración de judíos, oriundos sobre todo de Europa del Este y Central, iniciadas por el movimiento sionista de finales del siglo XIX, en 1947 los judíos no constituían 30% del total de la población; la mayoría era musulmana, pero había también cristianos y posiblemente no religiosos. Había desde siempre una minoría de judíos palestinos. Israel, a partir de su colonización, transformaría definitivamente aquella tierra en que no había distinción por credo o etnia. En su lugar, [establecería] un régimen de apartheid institucionalizado, que perdura.
Con la bendición de las grandes potencias –y el esfuerzo decisivo de diplomacias de países como el Brasil, que en la época vislumbraba la aproximación con el nuevo imperialismo (los Estados Unidos)–, el Estado que hoy se autodenomina judío fue creado en 78% de la Palestina histórica. Incluso violando la ya injusta Resolución 181 de la ONU (relativa a la división), esta no hizo nada, a pesar de contar con decenas de observadores en el lugar. La excepción fue el emisario Conde Folke Bernadotte, que propuso la revisión de la división del país en dos partes y el retorno incondicional de los refugiados palestinos. Habiendo llegado a Palestina el 20 de mayo de 1948, fue asesinado por sionistas en setiembre del mismo año, conforme escribe el historiador israelí Ilan Pappé en La limpieza étnica de Palestina, “cuando repitió su recomendación en el informe final que presentó a la ONU”.
La organización no solo “cajoneó” y relegó el documento a sus archivos como siguió a los Estados Unidos y la Unión Soviética bajo Stalin (los primeros en reconocer a Israel), así como varios otros países, incluso el Brasil en la primera fila. Bajo esa “política” y al servicio del imperialismo, la ONU no titubeó en admitir a Israel como Estado miembro menos de un año después de la nakba (el 11 de mayo de 1949) y frente a un escenario alarmante de millares de refugiados. En el mismo año, creó la UNRWA, la Agencia de las Naciones Unidas para la asistencia de esa población, que fue obligada a instalarse en tiendas minúsculas, con condiciones precarias, en campos por el mundo árabe. En lugar de apurarse en presentar una solución para el problema al cual contribuyó decisivamente, la ONU pasaría –por intermedio de su agencia– a contabilizar y registrar a esos palestinos, que enfrentaban largas filas para retirar su parca e insuficiente parcela de “ayuda humanitaria”. Como cuenta mi padre, Abder Raouf, en Al Nakba – un estudio sobre la catástrofe palestina (Editora Sundermann), que se tornó refugiado de la aldea de Qaqun en 1948, a los 13 años de edad, esa ayuda correspondía a un dólar por mes para cada palestino.
“Era distribuido por mes 1 kg de fríjol, 1 kg de harina, un pedacito de jabón, 200 g de aceite de soja. Cada familia, nosotros por ejemplo, tenía cinco [hijos], más mi madre y mi padre; entonces, llegábamos allá, hacíamos una fila para recibir aquel mínimo de mantenimiento para matar el hambre”, describe.
El 11 de diciembre de 1948, las Naciones Unidas emiten la Resolución 194 que es reivindicada como importante documento de reconocimiento del derecho legítimo e inalienable de retorno de todos los que fueron expulsados de sus tierras y de compensación por sus pérdidas. De nuevo, relegada a sus archivos, sin ninguna aplicación práctica.
En 1967, Israel ocupó militarmente, durante la llamada Guerra de los Seis Días, el 22% restante de Palestina, o sea, Cisjordania, Gaza y Jerusalén Oriental. Esa es la única parcela de territorio que la ONU considera territorio ocupado ilegalmente. En la propuesta de los dos Estados, esa sería la parte destinada a los palestinos. Una legitimación inaceptable de la limpieza étnica inaugurada con sus auspicios y su complicidad veinte años antes.
Desde entonces, son centenas de resoluciones de las Naciones Unidas condenando a Israel por la violación de los derechos humanos y la colonización ilegal de tierras, y, vale repetir, ningún hecho efectivo.
Oslo, una “Segunda Nakba”
La “alternativa” de los dos Estados recomendada por la ONU y alardeada hoy por el mundo como “apoyo a los palestinos” pasó a ser aceptada formalmente por la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en 1988. Creada el 28 de mayo de 1964, bajo el liderazgo de Yasser Arafat, esta dejó de lado, así, su reivindicación histórica, que constaba en su Carta de Principios, de formación de un Estado único palestino, laico, libre y democrático, no racista, por lo tanto, la derrota del proyecto sionista.
El punto se inflexión se dio al final de la primera Intifada palestina (levante popular), iniciada en 1987, cuando se firmaron, en setiembre de 1993, los Acuerdos de Oslo entre la OLP e Israel, con la intermediación de los Estados Unidos. En esa oportunidad, Oslo fue absolutamente exitoso en su propósito enmascarado de contener la resistencia bajo el falso manto de la paz y la coexistencia. Firmando el reconocimiento mutuo entre la OLP e Israel y creando la Autoridad Nacional Palestina (ANP), los acuerdos se basaron en la tal propuesta de dos Estados.
La idea difundida al mundo era que el control del 22% [de territorio palestino] ocupado en 1967 pasaría a manos de los palestinos gradualmente. Inicialmente, Cisjordania se mantendría dividida en áreas A (bajo administración de la ANP, equivalente a 18%), B (mixta, entre Israel y la ANP, 22%), y C (bajo control militar exclusivamente sionista (60%). Un año después, como complemento, se firmaron los Protocolos de París, que sellaron la consecuente cooperación de seguridad de la ANP con Israel; en otras palabras, la Autoridad Palestina pasó a administrar la ocupación, reprimiendo la resistencia palestina.
La cuestión económica es clave en este proceso: cualquier fondo, importación o exportación por parte de la ANP, desde entonces está sujeto a la supervisión israelí, que aseguró el control sobre la circulación en tierra, mar y sobre las fronteras. Fruto de este proceso, surgió una nueva burguesía en la Palestina ocupada, atada al proyecto sionista, como explica el especialista en Economía Política, Adam Hanieh. En esa pacificación con dependencia económica integral de la ANP, el resultado no podría ser otro: normalización de relaciones por parte de esa nueva clase capitalista palestina, en medio del apartheid y la ocupación.
Aun cuando a partir de entonces algunos palestinos hayan apoyado esa propuesta –no por hallarla justa sino por no ver otra salida–, otros, no por casualidad, se refieren a esa ocasión como una “segunda nakba” y una rendición por parte de la OLP. El intelectual palestino Edward Said denunció de inmediato el acuerdo, denominándolo “Tratado de Versalles de la causa palestina”. No podría haber estado más acertado.
Con la ANP como gerente de la ocupación, como señala la periodista Naomi Klein en su libro La doctrina de choque – el ascenso del capitalismo de desastre, Israel vio facilitada la ampliación de su proyecto: entre 1993 y 2000, el número de colonos israelíes se duplicó. Hoy son 600.000 en Cisjordania.
Como demuestra la autora, Oslo fue un punto de inflexión en una política que siempre tuvo en su base la limpieza étnica de los palestinos. Desde 1948 hasta entonces, había cierta interdependencia económica, la cual fue interrumpida. “Todos los días, cerca de 150.000 palestinos dejaban sus casas en Gaza y en Cisjordania para limpiar las calles y construir autopistas en Israel, al mismo tiempo que agricultores y comerciantes llenaban camiones con productos para vender en Israel y en otras partes del territorio”, describe Klein en su obra. Luego de los Acuerdos de 1993, el Estado judío se cerró a esa mano de obra que desafiaba el proyecto sionista de exclusión de esa población.
Simultáneamente, Israel pasó a presentarse, en las palabras de la periodista, “como una especie de shopping center de tecnologías de seguridad nacional”. En su libro, la autora afirma que a finales de 2006, año de la invasión israelí al Líbano, la economía del Estado sionista, basada fuertemente en la exportación militar, se expandió vertiginosamente (8%), al mismo tiempo que se acentuó la desigualdad dentro de la propia sociedad israelí, y las tasas de pobreza en los territorios palestinos ocupados en 1967 alcanzaron índices alarmantes (70%).
“Campos de la paz”
La solución de los dos Estados también es promovida por la llamada “izquierda” sionista, que se presenta al mundo como el “campo de la paz”. “En otras partes del mundo, eso significaría por lo menos una preocupación acentuada con los grupos social y económicamente desfavorecidos en una dada sociedad. El campo de la paz en Israel se ha concentrado enteramente en las maniobras diplomáticas desde la guerra de 1973, un juego que tiene poca relevancia para un número creciente de grupos”, dice Ilan Pappé en Historia de la Palestina moderna.
En reseña sobre la publicación “Falsos profetas de la paz”, de Tikva Honig-Parnass, el Ijan (Red Internacional de Judíos Antisionistas) demuestra que históricamente la “izquierda” sionista estuvo tan alineada con el proyecto de colonización de Palestina como la derecha. “Como ese libro muestra, desde antes de la fundación del Estado de Israel, la izquierda sionista habló demasiadas veces la lengua del universalismo, mientras ayudaba a crear y mantener sistemas jurídicos, gobiernos y el aparato militar, que permitieron la colonización de tierras palestinas”.
La raíz de esa izquierda está en el llamado “sionismo laborista”, constituido en el inicio de la colonización, de fines del siglo XIX e inicios del XX. Sus miembros reivindicaban la aspiración de principios socialistas y cultivaban, como informa el texto del Ijan, deliberadamente esa falsa idea. Los diarios de los laboristas de la época demuestran su intención no declarada: asegurar la “transferencia” de los habitantes nativos (árabes no judíos en su mayoría, como ya fue mencionado) para afuera de sus tierras y la inmigración de judíos venidos de Europa para colonizar Palestina: un eufemismo para limpieza étnica. “En uno de sus momentos más francos, David Ben-Gurion, principal dirigente de ese grupo y jefe del movimiento laborista sionista (que se tornaría primer ministro de Israel en 1948), confesó en 1922 que ‘la única gran preocupación que domina nuestro pensamiento y actividad es la conquista de la tierra, a través de inmigración en masa (aliá). Todo el resto es solo una fraseología’.” El artículo cita todavía otra observación de Honig-Parnass: “En el 20° Congreso Sionista, en 1937, Ben-Gurion defendió la limpieza étnica de Palestina (…) para abrir camino a la creación de Estado judío”.
Independientemente de autodenominarse de “izquierda”, de “centro” o de “derecha”, el sionismo visaba la conquista de la tierra y del trabajo, que sería exclusivo a los judíos. Para tanto, la central sindical israelí Histadrut –aún existente y cimiento del Estado colonial, propietaria de empresas que explotan palestinos– tuvo un papel central, y su fortalecimiento es defendido por sionistas de “izquierda”. En otras palabras, la diferencia entre los laboristas y los revisionistas (como Netanyahu) es que los últimos eran –y continúan siendo– más francos. Incluso la idea de un Estado palestino mínimo para paralizar la resistencia es del padre del sionismo revisionista, Zeev Jabotinsky. Él publicó en ruso, en el año 1923, un artículo titulado “The Iron Wall” (“La muralla de hierro”), en el que desmitifica posibles diferencias en relación con los objetivos de la “izquierda” y de la “derecha” sionista, denunciando la retórica de los primeros. A pesar del declarado desprecio que alimentaba por los palestinos, en otras palabras, dice claramente: como ocurrió con todos los colonizados, los árabes son un pueblo vivo y, mientras tengan un mínimo de esperanza de librarse de la colonización de sus tierras, van a luchar por eso. Él propone cercar a los palestinos con una muralla de hierro de fuerza militar judaica para que, entre los “moderados”, no se vislumbre ninguna alternativa a no ser aceptar las migajas del colonizador. Cualquier semejanza con Oslo y la ANP no son meras coincidencias.
El único partido que hoy se autodenomina sionista de izquierda es el Meretz, creado en los años de 1990. Como señala Ilan Pappe en La historia moderna de Palestina, el nuevo grupo de “palomas pragmáticas” surgió de la fusión del “movimiento de derechos civiles de Shulamit Aloni, un partido liberal de línea dura llamado Shinui (“Cambio”), y el partido socialista Mapam”. El autor agrega: “Pragmatismo en ese caso significaba una veneración típicamente israelí de seguridad y discusión, no un juicio de valor sobre la paz como concepto preferido, ni simpatía por el problema del otro lado del conflicto ni reconocimiento de su propio papel en la creación del problema”.
La “izquierda” sionista sigue con su señuelo, su “canto de sirena”. Irguiéndose a favor de la paz intenta apagar o justificar la nakba. Racionaliza la afirmación de la naturaleza democrática de un Estado judío y defiende la lógica de “separados pero iguales”. O sea, las mismas migajas a los palestinos, propugnadas por la ONU, por buena parte de sus Estados-miembros (136 de los 193) e incluso por la izquierda mundial.
La idea de dos Estados como única salida, si no bastase nacer injusta por no contemplar a la totalidad de pueblo palestino –ahí incluida la mayoría, que está fuera de sus tierras, y los 1,5 millones que viven en los territorios de 1948 (hoy Israel) y son sometidos a leyes racistas–, se tornó absolutamente inviable frente al avance de la colonización y del apartheid israelíes sobre todo pos Oslo. Los 1,8 millones de palestinos en Gaza viven en un cerco deshumano desde hace diez años y una crisis humanitaria agravada luego de los sucesivos bombardeos israelíes y las masacres. Cisjordania y Jerusalén Oriental se encuentran totalmente segregadas y lo que hay es un territorio recortado, sin conexión entre una ciudad y la otra. Carreteras exclusivas que interconectan los asentamientos se han ampliado también en los territorios ocupados militarmente en 1967.
Hoy, pensar en esa propuesta sería semejante a legitimar el régimen institucionalizado de apartheid, con un Estado dividido en bantustanes, sin ninguna autonomía, en menos de 20% del territorio histórico de Palestina. Esa “solución” está enterrada, como reconocen especialistas en el tema del porte de Ilan Pappé, y es menester desenmascarar su significado.
Solución justa
En ocasión del 29 de noviembre, cuando se celebra el Día Internacional de Solidaridad con el Pueblo Palestino, instituido por la ONU en 1977 para recordar la fecha en que legitimó la colonización criminal que siguió, es preciso fortalecer en todo el mundo campañas centrales como la del BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones) a Israel, e ir más allá: levantar la bandera de la única posibilidad de justicia. O sea, un Estado palestino único, laico, democrático, no racista, con derechos iguales para todos y todas y, así, el fin del proyecto sionista.
Para fortalecer esta bandera, es urgente una alternativa a los viejos dirigentes. Una alternativa que contribuya para la organización y unificación de los trabajadores palestinos y movimientos de vanguardia de la juventud, a partir de una dirección revolucionaria consecuente. Caminos para la Palestina libre, que, a diferencia de lo que se intenta mostrar al mundo, no pasa por las instituciones tradicionales como la ONU, sino por transformaciones profundas en todo el mundo árabe y la caída de sus regímenes dictatoriales aliados al imperialismo. Esa vía es posible y se mantiene abierta.
Traducción: Natalia Estrada.
Fuente: Soraya Misleh, Kaos en la Red
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