Fue una valoración del jefe adjunto de las fuerzas armadas israelíes que nadie esperaba. En su discurso del Día del Holocausto, la semana pasada Yair Golan comparó las tendencias actuales en Israel con la Alemania de principios de 1930. En el Israel de hoy, dijo, podrían reconocerse "los procesos repugnantes que se produjeron en Europa... No hay nada más fácil que odiar al desconocido, nada más fácil que agitar temores e intimidar".
El furor por las declaraciones del general de Golan siguieron a una protesta similar en Gran Bretaña por declaraciones del exalcalde de Londres, Ken Livingstone, quien observó que Hitler había "apoyado el sionismo" en 1933, cuando los nazis firmaron un acuerdo de transferencia, permitiendo que algunos judíos alemanes emigraran a Palestina.
En sus diferentes formas, ambos comentarios se refieren nuevamente a una fuerte discusión entre los judíos acerca de si el sionismo era una bendición o una plaga. Aunque hoy se pasa por alto en gran medida, la disputa arroja mucha luz sobre el conflicto palestino-israelí.
Esas diferencias llegaron a un punto crítico en 1917, cuando el Gobierno británico emitió la Declaración Balfour, un documento que permitía, por primera vez, lograr el objetivo sionista de un "hogar nacional" de los judíos en Palestina. Sólo un ministro, Edwin Montagu, disintió. En particular era el único judío en el gabinete británico. Los dos hechos no estaban desconectados. En un memorándum, advirtió de que la política de su Gobierno sería un "terreno fértil para los antisemitas en todos los países".
No era el único con esa visión. De los cuatro millones de judíos que salieron de Europa entre 1880 y 1920, un total de 100.000 fueron a Palestina, en línea con las expectativas sionistas. Como el novelista israelí AB Yehoshua observó una vez, "Si el partido sionista se hubiera presentado a elecciones a principios del siglo XX habría conseguido solo el seis o el siete por ciento de los votos del pueblo judío".
Lo que Montagu temía era que la creación de un Estado judío en un territorio vasto encajara perfectamente con las aspiraciones de los antisemitas de Europa, después mucho más evidente, incluso en el Gobierno británico.
De acuerdo con las hipótesis dominantes de los nacionalismos étnicos de Europa de la época, la región debía dividirse en pueblos o "razas" biológicas y cada uno debía controlar un territorio en el que podía florecer. A los judíos se los veía como un "problema" porque -además del persistente antisemitismo cristiano- se les consideraba subversivos para este modelo a nivel nacional.
Se veía a los judíos como una raza aparte a la que no se podría -o no se debería- permitir la asimilación. Era mejor, para este punto de vista, fomentar su emigración desde Europa. Para las élites británicas la Declaración Balfour era un medio para lograr ese fin.
Theodor Herzl, el padre del sionismo político, entendió muy bien este agudo antisemitismo. Su idea de un Estado judío fue inspirada en parte por el famoso caso Dreyfus, en el que un oficial judío del ejército francés fue incriminado por traición por sus comandantes. Herzl estaba convencido de que el antisemitismo siempre excluiría a los judíos de la verdadera aceptación en Europa.
Es por esta razón que los comentarios del señor Livingstone -aunque torpemente expresados- apuntan a una verdad importante. Herzl y otros de los primeros sionistas aceptaron implícitamente el inquietante marco de la intolerancia europea.
Herzl llegó a la conclusión de que los judíos deben asumir su alteridad y considerarse a sí mismos una raza aparte. Una vez que encontraron un benefactor que les proporcionó un territorio –Gran Bretaña pronto obligaría a Palestina- podrían emular a los otros pueblos europeos desde lejos.
Durante un tiempo algunos líderes nazis fueron comprensivos. Adolf Eichmann, uno de los ingenieros posteriores del Holocausto, visitó Palestina en 1937 para promover la "emigración sionista" de los judíos.
Hannah Arendt, judía alemana y erudita del totalitarismo, argumentó incluso en 1944 -mucho después de que los nazis abandonaran las ideas de la emigración y optaran en su lugar por el genocidio- que la ideología que sustenta el sionismo no era "otra cosa que la aceptación acrítica del nacionalismo de inspiración alemana".
Israel y sus partidarios preferirían olvidar que antes de la llegada de los nazis la mayoría de los judíos se opusieron profundamente a que los enviasen en un futuro a Palestina.
Los que tratan de recordarnos esta historia olvidada se arriesgan a que los acusen -como Livingstone- de antisemitas. Se les acusa de hacer una comparación simplista entre el sionismo y el nazismo.
Pero hay una buena razón para examinar este incómodo periodo.
Sin embargo los políticos israelíes modernos, incluyendo a Benjamín Netanyahu, aún declaran con regularidad que los judíos tienen una sola morada, en Israel. Después de cada ataque terrorista en Europa instan a que los judíos partan deprisa para Israel diciéndoles que nunca pueden estar seguros donde están.
Eso también nos alerta sobre el hecho de que aún hoy el movimiento sionista no puede dejar de reflejar muchos de los defectos de los nacionalismos étnicos europeos actualmente desacreditados, como el general Golan parece apreciar.
Tales características –todas demasiado evidentes en Israel- incluyen: una definición excluyente de pertenencia a un pueblo, la necesidad de fomentar el miedo y el odio del otro como una manera de mantener a la nación fuertemente unida, una obsesión por avidez de territorio y una cultura altamente militarizada.
El reconocimiento de las raíces ideológicas del sionismo inspiradas en las definiciones raciales de pueblo que, en parte, alimentaron la Segunda Guerra Mundial, podría permitirnos entender un poco mejor el Israel moderno. Y por qué parece incapaz de tender a los palestinos una mano de paz.
Jonathan Cook es un periodista independiente que reside en Nazaret.
Fuente: Jonathan Cook, jonathan-cook.net / Rebelión (Traducido del inglés para Rebelión por J.M.)
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