"El camino ha sido tan largo que ha acabado con todo lo que sentía y esperaba... Ya no siento ni espero nada". Los versos del poeta nacional palestino, Mahmud Darwish, podrían salir hoy de la boca de sus compatriotas Omar, Hisham, Iyad, Ibtisan o Ahmed.
Todos ellos arrastran una devastadora vida de refugiado doble, la del palestino escapado de su tierra en 1948 o 1967, con las guerras de Independencia o de los Seis Días con Israel, y la de quien ahora, tras décadas de diáspora en Siria, está retornando a Palestina, a Gaza, para enclaustrarse en la mayor cárcel al aire libre del planeta. Han pasado de la amenaza de Bachar el Asad y los islamistas a la de Israel y Hamás. "Imagina cómo sería el miedo allí como para refugiarme aquí", resume gráficamente Wareef.
Como mínimo, de Guatepeor a Guatemala.
Según datos aportados por la Asociación Hakki, que aglutina a la mayor parte de los refugiados palestinos llegados de Siria a la Franja, desde 2012 se han trasladado unas 400 familias, unas 1.800 personas. Su travesía del desierto ha sido similar: han salido de Siria habitualmente en avión hasta El Cairo (Egipto) y, desde allí, por carretera hasta la frontera con Gaza en la península del Sinaí para intentar acceder por el paso fronterizo de Rafah.
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Siria-Turquía-Egipto-Gaza.
Apenas un puñado de ellos entró por la superficie. La mayoría, sin papeles de ningún tipo, cruzó por los túneles horadados en el sur de Gaza, por los que durante años han entrado bienes de todo tipo -también armas, denuncia Israel- y que quedaron inutilizados en los últimos tiempos por la doble intervención de israelíes y egipcios. Hay variantes en el camino intermedio, pero el final siempre es el mismo: la espera en el lado egipcio de Rafah, los días, semanas, meses, esperando un permiso que no llega. La mordida, el soborno, los papeles o el túnel. Y, una vez dentro, la decepción.
Porque Gaza no es Siria. Porque en la franja de tierra más hacinada del planeta, donde el paro roza el 45%, donde Israel mantiene un cerco perpetuo -impuesto tras la llegada al poder del Movimiento de Resistencia Islámica en 2007-, las oportunidades de rehacer una vida rota son muy limitadas. El bloqueo amenaza con hacer el terreno inhabitable en 2020 (lo dice la ONU), servicios esenciales como la luz y el agua fluyendo apenas unas horas al día, la amenaza de ofensivas como la de 2014 -que dejó unos 2.200 muertos en Gaza y 71 en el lado israelí- trayendo el recuerdo de los barriles bomba del régimen de Damasco.
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Los palestinos tienen un problema añadido respecto a esos otros refugiados sirios que se han instalado en países vecinos al suyo, deseando que los cinco años de guerra se queden ahí y no sumen ni un día más. Y es que esas otras naciones árabes dicen que prefieren no estabilizar su situación porque hay que reconocer su derecho al retorno en Palestina, que si les brindan más ayuda será como negar que es Israel quien debe solucionar el problema de los más de cinco millones de refugiados palestinos que hay en el planeta. Y con esa excusa, denuncia el laboratorio de ideas de Al Shabaka, sigue la desprotección a la que los palestinos se han visto expuestos desde que comenzó su exilio, incluso de los que se proclaman "hermanos" árabes.
Como explica la Agencia IPS, Egipto sólo permite que los palestinos pasen en tránsito, Líbano ha dejado de recibirlos por completo y ha forzado incluso algunas deportaciones y en Turquía se les excluye de los servicios de protección, por su estatus antiguo de refugiado, distinto al de esos otros ciudadanos que cruzan a Europa desesperadamente.
Gaza no es necesariamente la primera opción de estos palestinos. Sirve de ejemplo el caso de Wareef Kaseen Hamdeo, posiblemente el retornado más conocido de la Franja. Es el propietario del restaurante Syriana -Nuestra Siria-, un negocio próspero que supone una rara historia de integración plena. Llegó en 2012. Cruzó de Turquía a Egipto en una travesía de 44 horas por el Mediterráneo. 44 horas jugándose la vida en el mar, porque no veía futuro en ninguna otra ruta.
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Wareef, en su nuevo restaurante en Gaza.
"Tenía un restaurante en Alepo, así que cuando llegué pensé que podía retomar mi oficio", explica. Tiene apenas 35 años, vino solo, encontró apoyo en la que hoy es su esposa local y su familia política. Y ha sabido meterse en el bolsillo a los gazatíes con sus comidas, originales en un entorno en el que las novedades son una rareza.
Otros sí tenían claro que había que volver a Palestina. Al origen. Aunque muchos proceden de villas que hoy están en el actual Israel o en la Cisjordania ocupada, sabían que allá es imposible volver. Así que Gaza era una "opción intermedia", dice Omar Ouda, portavoz de Hakki, palestino del campo damasquino de Yarmouk, en el que cientos de personas han muerto de hambre, asediadas en el cerco provocado por los ataques del Ejército de Asad y las milicias armadas que se había enclavado en sus calles.
Cuando tenía 56 años, en enero de 2012, decidió irse a Gaza, que no es su villa de Al Majdal, de la que huyó su familia, porque hoy está en Ashkelon, Israel. "Pero es Palestina", reconoce, y podía ser un hogar antes que Europa. Se marchó solo, con la idea de llevarse luego a la familia -mujer, hijos, nietos-. "Pensé que sería más sencillo. Primero me detuvieron los egipcios por no tener papeles y haber entrado de forma irregular en el país. Luego me deportaron, y pedí que fuera a Gaza. Estuve haciendo de todo para conseguir el dinero para traer a mi familia. Como ellos no tenían los permisos que logré yo, tuve que pagar 15.000 shekels (unos 3.500 euros)", narra. Ese dinero, aunque no quiere usar la palabra, fue destinado a sobornos.
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Omar Ouda y su esposa, en su casa de Beit Lahia, en el verano de 2014.
Hoy vive en una casa en el norte de Gaza, en Beit Lahia, 10 personas en tres habitaciones. Y gracias. Tienen la ayuda de emergencia de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA), unos 200 euros al mes. Nada más. Ninguno de los miembros de su familia tiene trabajo. Omar, allá en Siria, tenía una casa "enorme" con cinco dormitorios, "una vida buena" como impresor en uno de los lugares míticos para el oficio libresco en Oriente Medio. "Tenía trabajo, así que tenía vida. Hoy no me respeto ni yo mismo. ¿Qué hago a diario para hacer que los míos progresen?", se duele.
250.000 REFUGIADOS DOBLES
Según la UNRWA, había medio millón de palestinos refugiados en Siria al inicio de la guerra, en marzo de 2011. Más de la mitad están hoy desplazados internamente en el país. Al menos 85.000 han salido, sobre todo a Jordania, también a Líbano y a Egipto y, los menos, pero también, a Europa. En total, se calcula que los palestinos doblemente refugiados son unos 250.000 actualmente.
El pasado invierno, el presidente palestino, Mahmud Abbas, pidió formalmente a Israel que dejase que esos refugiados volviesen no a Gaza, bajo bloqueo, sino a Cisjordania, el otro territorio bajo su control y que, junto con el este de Jerusalén, ansían que un día formen finalmente el estado palestino. La iniciativa se impulsó también en la ONU, pero no prosperó.
Hisham El Khorani es un anciano de los que hubiera deseado "con los ojos cerrados" ir a Cisjordania. Porque Gaza para él ya era el recuerdo del exilio, y aún le dolía: a la franja escapó con su familia en la guerra del 48 y la del 67 fue la que lo llevó desde allí a Siria. Casado, con seis hijos, vio claro que tenía que escapar de su segundo hogar de acogida cuanto antes. No esperó a que se enquistara la situación, sino que se fue de Siria a los cuatro meses de conflicto. A Egipto y a Gaza, "lo que parecía más fácil y menos cambio", dice.
Hoy sostiene que "no sabía la realidad". Pasó de tener una pequeña fábrica de la que comía (y bien) toda su familia a verse en un piso que no podía pagar, que tuvo que abandonar finalmente por un módulo prefabricado de los que han llegado a Gaza tras las bombas israelíes de 2014. Lo ha instalado donde Hamás le ha dejado. Todo por un precio, obvio. De su industria, explica a través de los voluntarios del ISM, no queda nada en Siria; fue bombardeada. Allí murió también uno de sus hijos, que no pudo escapar de su ciudad, Daraa.
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Hisham El Khorani, ante su casa prefabricada.
No hay bienvenida para quien era médico, ingeniero, comerciante... ¿Cómo empezar en una tierra a la que la ONU da fecha de caducidad? Ahora hay que rogar por el dinero para el alquiler, el servicio médico es tan limitado como el de sus convecinos y, peor, ni tienen opción de pedir uno de los escasísimos permisos que Israel concede para salir y recibir tratamiento en Jerusalén, Cisjordania o el propio Israel.
No pueden pedir un pase de salida si ni siquiera entraron legalmente en la franja. Las autoridades locales a duras penas les dan una especie de DNI, pero que no es en realidad un registro ni un padrón. Si tienen clases sus hijos y los ven los médicos de cabecera es gracias a la UNRWA. ¿Una ONG? Ni siquiera sabían lo que era al llegar. No la habían necesitado en Siria, uno de los países más avanzados de la región.
Iyad Yusef, de 42 años, sufre en sus ojos esa limitación. Habitualmente tiene la tensión alta, así que debe controlarse la visión, pero de eso hace años, cuando estaba en Siria. Desde 2012 no lo examina un especialista. Y está perdiendo vista. Tampoco su esposa, Ibtisan, tiene el tratamiento adecuado para sus dolores psicosomáticos por el estrés de la guerra y el exilio, ni su suegra, Alia, con asma crónica, que está viviendo ahora en un terregal.
Y, pese a todo, la mayoría responde que volvería a encerrarse en Gaza. Porque no se fían de la tregua en Siria. Porque les aterrorizan los bombardeos de Asad. Y los de Rusia. Porque caer en manos de Al Nusra -el brazo de Al Qaeda en la zona- o el Daeshes una pesadilla. "Soportaremos lo que venga. No es la mejor situación, pero estamos vivos. Y en Palestina. En nuestro país", concluye Ouda.
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