MANUEL MARTORELL
Cuando el 19 de mayo acudí a la Embajada USA de Madrid para cumplimentar mi solicitud de visado y mantener la correspondiente entrevista con los servicios consulares, no me podía imaginar que terminaría descubriendo que el Departamento de Estado norteamericano me tiene clasificado como “terrorista” y que, por lo tanto, no puedo poner los pies en Estados Unidos.
Como es conocido, los españoles no necesitamos visado para viajar a ese país; simplemente debemos solicitar una autorización vía internet, denominada ESTA (Electronic System for Travel Authorization), que, por lo general, se recibe automáticamente de forma positiva. Así lo había solicitado a primeros de mayo para unas vacaciones en familia por la Costa Oeste entre finales de junio y comienzos de julio. Fue una sorpresa que, tras varios días de espera, respondieran que mi viaje no estaba autorizado, dándome la opción de solicitar un visado especial personándome en el Consulado norteamericano de Madrid para su tramitación, para lo que se me asignó la correspondiente cita.
Durante la entrevista, una funcionaria consular me explicó que no me podían conceder el visado porque mi nombre y dos apellidos coincidían con los de un ciudadano ecuatoriano con causas pendientes en EEUU. Sorprendido y teniendo en cuenta que Martorell incluso no es común en Cataluña, de donde es originario ese apellido, aún insistí: “Pero ¿está segura, terminado en ‘ll’?”. “Sí”, me contestó. Le expliqué que se trataba de una confusión, que yo no había estado nunca en Ecuador, que era un conocido periodista especializado en Oriente Medio, le pormenoricé los cargos de responsabilidad que había ocupado sobre todo en el diario El Mundo –jefe de Nacional e Internacional, redactor jefe, reportero…-, en el que dejé de trabajar en 2001; mi actual participación en cuartopoder.es. También le expliqué que era historiador, autor de una veintena de libros, que había participado en congresos y conferencias internacionales.
No sirvió de nada; tras realizar una consulta con un superior, me devolvió el pasaporte, alegó que la orden venía “directamente de Washington”, me entregó un impreso para que les enviara información personal, familiar y profesional complementaria y, finalmente, explicó que, a partir de ese momento, se iniciaba una investigación, supuestamente, para contrastar toda esa información con la de mi doble ecuatoriano. Temiendo que peligraba el viaje familiar, le pregunté: “¿Cuánto tiempo pueden tardar?. “Entre una semana y seis meses”, fue su respuesta.
De forma inmediata -ese mismo día- les envié en inglés toda la información complementaria que solicitaban: los nombres de mis hermanos y hermanas, los domicilios, trabajos y viajes realizados en los últimos 15 años, mis actividades profesionales, incluso detallé los principales libros publicados de investigación histórica y sobre el problema kurdo, además de enviarles mi actual carnet de prensa de cuartopoder. Pensé, ilusoriamente, que con tanta información y una simple consulta a Google el entuerto quedaría deshecho de inmediato y aún podríamos realizar el viaje.
La respuesta definitiva no llegó hasta el 2 de septiembre con una carta del Departamento de Estado fechada el 28 de agosto de 2015 y firmada por la vice cónsul Julie P. Akey en la que se me comunica que no tengo derecho a utilizar visado y por lo tanto a viajar a Estados Unidos, se supone que de forma indefinida, debido a mis “actividades terroristas”.
No era cierto, por lo tanto, que hubiera una confusión con un doble ecuatoriano, ya que la información complementaria que envié era más que suficiente para aclarar esa supuesta duplicidad de nombres y apellidos. Desde el principio, la prohibición estaba vinculada a mi persona porque en el Departamento de Estado estaba catalogado como “terrorista”, una acusación que, en las actuales circunstancias, supone un grave perjuicio para el ejercicio de mi profesión como periodista, además de implicar unas consecuencias difíciles de evaluar debido al seguro trasvase de este tipo de datos entre los servicios de inteligencia de todo el mundo.
La comunicación del Departamento de Estado no especifica qué informaciones les han llevado a tan aberrante conclusión ni da opción a alegación o recurso alguno, pero no cabe la menor duda de que está motivada en mi especialización en la cuestión kurda, un grave problema internacional sobre el que he escrito durante más de treinta años cientos de artículos, reportajes, el guión para varios documentales televisivos y media docena de libros.
Cualquiera que conozca mi trayectoria, sabe perfectamente el rigor y la seriedad de mis trabajos, aunque reconozco igualmente no exentos de un fuerte compromiso con las dramáticas vicisitudes de este pueblo, pero nunca, jamás, he estado vinculado a ninguna de sus organizaciones políticas.
Desde el momento en que recibí la comunicación del Departamento de Estado, no he dejado de dar vueltas sobre las “actividades” que han podido llevarles a considerarme un “terrorista” en vez de un periodista especializado en Oriente Medio.
Es verdad que, debido a tantos años escribiendo y conectando con organizaciones kurdas, en tanto que fuentes informativas, y viajando por las regiones kurdas de Turquía, Irán, Irak y Siria, he establecido relaciones amistosas dentro de esas organizaciones, alguna de ellas, como ocurre con el PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán), consideradas terroristas por EEUU y la Unión Europea, pero eso no quiere decir que me identifique ni con su línea política ni con su forma de actuar.
Algunas de estas personas, de forma esporádica y puntual, me han pedido que les corrigiera algunos escritos en su mal castellano y no he tenido inconveniente en hacerlo ya que yo no era el autor de esos textos.
También es cierto que he participado en numerosas actividades de solidaridad con el Kurdistán, pero siempre de una forma general y motivado por las trágicas consecuencias que sobre este pueblo han tenido siempre las erráticas políticas regionales e internacionales: “la guerra santa” que les declaró Jomeini, el genocidio de Sadam Husein, la Guerra del Golfo y el éxodo de 1991, la limpieza étnica del Ejército turco y del Baas sirio, las actuales masacres y oleadas de refugiados provocadas por el Estado Islámico, el asedio yihadista a Kobani… el que Alan Kurdi, el niño ahogado en la playa turca de Bodrum, cuya impresionante imagen ha dado la vuelta al mundo, procediera de esa castigada ciudad y que hubieran huido debido a los ataques del Estado Islámico es un claro exponente de la tragedia colectiva a la que me estoy refiriendo.
Entre estas actividades, se podría destacar la exposición cultural y antropológica, organizada junto al también periodista y amigo Rafael Magaña, “Kurdistán, una mirada a un país prohibido”, que, tras recorrer una veintena de localidades, culminó su periplo el año 1995 en el Museo Nacional de Etnología en el marco del programa internacional “Museos: respuesta y responsabilidad”. El título de la muestra provocó un serio incidente diplomático al protestar la Embajada de Turquía ante el Gobierno de España, por lo que el Ministerio de Cultura modificó, en contra de nuestra opinión, el título de la exposición para descafeinarla con “Una mirada al pueblo kurdo”.
También puede haber otra explicación para este desatino. En una ocasión, cuando todavía estaba trabajando en El Mundo, me reuní en dos ocasiones, a petición suya, con el diplomático norteamericano Craig Russell, segundo secretario de la Embajada en Madrid. Precisamente, por mi especialización en la cuestión kurda, quería conocer mi opinión sobre el papel de sus organizaciones durante la crisis previa a la invasión de Irak y también me pidió que le preparara una entrevista con el representante que en esos momentos tenía en Madrid el ERNK (Frente Nacional de Liberación del Kurdistán), una organización dependiente del PKK. Cuando volvimos a quedar para concretar la cita, Craig Russell me dijo que “no se había estudiado bien la lección” y que no podía ir al encuentro que ya, a petición suya, insisto, le había preparado. No volví a saber nada de él.
Durante la entrevista del pasado 19 de mayo en el Consulado de Madrid también informé de este hecho e incluso le mostré la tarjeta personal de ese diplomático, que aún conservo y al que lamentablemente no he podido localizar para que me ayudara a aclarar esta kafkiana situación.
Ante tal atropello, el día 8 de septiembre escribí una carta certificada al ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación, José Manuel García-Margallo, pidiendo el amparo del Gobierno español ante el Departamento de Estado para que justifique los motivos que le han llevado a utilizar tan grave acusación, anule ese calificativo de sus bases informáticas y me restituya el derecho de viajar a EEUU sin necesidad de visado, como el resto de los ciudadanos españoles.
No hace falta decir que, finalmente, el viaje familiar no se pudo realizar como estaba previsto. El tiempo fue pasando inexorablemente y cuando llegó la fecha de la partida, el 19 de junio, me quedé literalmente en tierra, perdiendo ilusiones y no poco dinero por las reservas que, ajeno a lo que me esperaba, ya había realizado. Pero lo último que podía pensar es que los treinta años denunciando la tragedia kurda me iban a convertir, al menos para el Departamento de Estado norteamericano, en un peligroso criminal.
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